sábado, 11 de diciembre de 2010

VIVA ELVIS


(Ampliación de la nota publicada el 11 de diciembre de 2010, en La Nación.)

Rockabilly circense en el desierto

Por Pablo Gorlero

LAS VEGAS.– El camino desde el aeropuerto hasta el hotel Luxor es como estar viviendo una película norteamericana de los años 80. Desierto, cactus, aridez y fondo de montañas sin un mísero yuyo. Pero el trayecto es por una autopista de Primer Mundo. De pronto, de la nada, van apareciendo edificios enormes y sale a la vista el hotel asignado para este cronista: una
enorme pirámide egipcia, presidida por una esfinge, como salida de la escenografía de la película Los diez mandamientos. Ese es casi el punto de partida del paseo que se conoce como The Strip, a lo largo del Las Vegas Boulevard. Es que la ciudad de la diversión, del juego y el sexo es como una enorme escenografía en medio del desierto. Cada resort, temático, ofrece un mundo distinto, las luces no se apagan nunca y el visitante tiene la sensación de no saber en qué horario está.
Allí cerca (aunque cada resort tiene el tamaño de varias manzanas), en medio de la trenza de grandes complejos, está el Aria, un moderno edificio que, como todos, alberga un hotel, un casino y diversiones varias. Entre esa oferta de entretenimiento está el teatro donde, cada noche se representa Viva Elvis, una de las últimas propuestas del Cirque du Soleil.
Es que, afuera, en las calles la figura de Elvis Presley se repite en cientos de oportunidades. Ya sea en carteles, ropa o, inclusive, en esos artistas callejeros que se caracterizan con patillas, jopo y chaquetas blancas abiertas y repletas de tachas. Elvis es, sin dudas, un ícono que los estadounidenses adoran y desean ver en forma permanente.
Acrobacia y neón
La megacompañía quebequense tiene siete espectáculos fijos en Las Vegas: O, Mystère, Zumanity, Criss Angel Believe, Love, Kà y Viva Elvis. Cada uno de ellos se representa en un resort distinto, entre el lujo, lo kitch, lo irreal y la “timba” siempre presente. Hay también un aire de rodeo casi constante, con señores que lucen sus sombreros de vaqueros y botas texanas acompañados por miles de Dolly Parton. Claro, todos ellos mezclados con todo tipo de turistas locales y extranjeros, entre los que siempre prevalecen los japoneses y los mexicanos.
El teatro del Aria tiene 1.800 butacas que son el equivalente a 1.800 cómodos sillones. Cada asiento es amplio, mullido y con el suficiente espacio como para que el espectador cambie de posición cuando se le antoje. Asimismo se puede entrar con comida o con cualquier bebida.
En esta nueva propuesta no hay personajes fantásticos y lo trascendental tiene un “aquí y ahora” más palpable. Esa es la mayor diferencia con los demás espectáculos del Cirque du Soleil. Es decir, es mucho más teatral y su formato está más cerca de una antología musical, con unos pocos números circenses como condimento.
La danza es lo que manda, auque la sorpresa circunde la propuesta en todo momento. Pero como se trata de un espectáculo evocativo, tanto la acrobacia como la actuación y las coreografías están absolutamente subordinadas a una dirección musical preciosista que es fruto del trabajo del arreglador Erich Van Tourneau (ver nota aparte).


Claro que, a tono con las producciones del Cirque du Soleil, todo es grandilocuente, aunque funcional a las artes circenses y a los artilugios escénicos. Así puede verse un enorme zapato de gamuza azul que los bailarines usarán como tobogán; una cárcel donde los presos pueden correr o caminar cabeza abajo en un desafío a la gravedad; o unos Elvis gigantescos que crean una perspectiva sinfín sobre el escenario.
Este musical posee toda la iconografía Elvis y repasa todos aquellos elementos que se identifican con los años 50. Es una remembranza que utiliza los datos históricos de Presley para crear subtemas y, sobre ellos, climas y conceptos. Es decir, se repasarán los años de surgimiento del artista; el boom discográfico; su paso por Hollywood; sus propios fanatismos (el gospel, las historietas); su destino como soldado en la guerra; sus fans; y la llegada del amor. A su vez, todo eso está apoyado por imágenes documentales proyectadas en muchos momentos.



Por supuesto, el condimento poético del Cirque du Soleil está puesto en varios tramos de la puesta en escena, como en el tercer cuadro: “One Night With You”. Una pianista flota en el aire con su piano de cola, mientras ella misma interpreta la canción, a dúo con la imagen real proyectada de Elvis. Pero esa belleza poética sirve de marco a una gigantesca guitarra de metal que simboliza la magnitud del amor del astro por la música y que pende para darle lugar a suaves movimientos acrobáticos interpretados por un artista que representa a Elvis y otro que encarna a su hermano mellizo Jesse Garon, que murió al nacer.
Otro momento fuerte del espectáculo es “Return to Sender”, que representa el campo de reclutas, donde toda la compañía masculina yuxtapone movimientos de hiphop con acrobacia en barras paralelas y demás proezas de gimnasia deportiva. Entretanto, se utilizó “Got a Lot of Livin’ To Do” para simbolizar la fascinación que Elvis tenía por las historietas de superhéroes de los años 50. Un grupo de virtuosos acróbatas, ataviados con capas, calzas y máscaras desarrollan proezas casi increíbles con trampolines. Los saltos y rebotes sincronizados los hacen ver como caminando por las paredes gracias a las técnica callejera de parkour.
El director Vincent Paterson logró que los cuadros acrobáticos y de destrezas varias estén perfectamente sincronizados con las coreografías y la música. Y entretanto, uno puede comprobar cómo tanto el ícono como la estética Soleil logran una perfecta comunión. Cabecitas rubias que se apoyan en los hombros de sus vaqueros urbanos en “Love Me/Don’t” o “Love Me Tender” y toda una sala que se sacude al ritmo de “Hound Dog”, en una fiesta compartida, elegida y de la que todos salen con la energía necesaria como para continuar divirtiéndose y gastando en esa ciudad de escenografía y feroz neón.


La voz de Elvis, pero en vivo

LAS VEGAS.- A diferencia de muchos otros espectáculos del Cirque du Soleil, Viva Elvis está absolutamente subordinado a la música. Y son esa banda sonora, esa banda en vivo y esos arreglos los verdaderos protagonistas de la propuesta.
Para comunicar el lanzamiento del disco Viva Elvis, Sony Music invitó a este cronista a ver el show y entrevistar a una de sus estrellas creativas: el músico y arreglador Erich Van Tourneau.
La virtud y lo destacable de este musical es que la voz original de Elvis Presley está presente en diferentes versiones, pero con una banda en vivo, arreglos modernos y fusiones en cada uno de los cuadros y el acompañamiento de otras voces en escena que la nutren.
"Es verdad que el espectáculo está subordinado a la música. Es algo que no ocurre con otras propuestas del Cirque du Soleil. Creo que es la forma de hacer justicia con el trabajo de Elvis porque él es la cabeza de compañía. Es un tributo a él y para los miembros de la banda, un integrante más", conceptualiza Van Tourneau, un simpático "quebeçois".
-¿Mucho tiempo de trabajo?
-Sí. Fue revisar 35 años de repertorio. Ese trabajo duró dos años y medio, intensos. Lo único que quería hacer por ese entonces era escuchar todo lo que Elvis creó. Fueron muchas horas para conocerlo y respetarlo, para distinguir las distintas reencarnaciones y reinvenciones. En el 54, era puro rockabilly; distinto al del 64. Tuve que escuchar 3000 horas de música para conocerlo. Pero tardé tres meses en hacer el disco. Esto fue como trabajar con el Santo Grial del rock. Fue mucha presión y muy demandante, pero estoy orgulloso del trabajo logrado.
-Hay diferencias entre el disco y el espectáculo en vivo.
-Es la banda de sonido con algunas variaciones. Para el espectáculo modernicé cerca de 35 canciones, pero en el disco hay 12 cortes que hacen un total de 45 minutos. Volvimos más contemporáneo el repertorio de Elvis.
-La mezcla es notoria. Conservás la guitarra original de Scotty Moore, pero la sumás a la banda actual...
-Sí, eso es interesante. Todo lo que hice depende de cada canción. Algunas fueron llevadas a un rock más pesado o a un hip-hop. Respetar la guitarra original me sirvió para unificar y juntar los sonidos de antes con los modernos.
-¿Pensás que este CD puede servir para acercar la música de Elvis a las nuevas generaciones?- Absolutamente. Era la mayor meta. Tengo 37 años, pero sé que hay gente joven que no conoce a Elvis. Sólo reconocen el ícono, su figura con su traje blanco. Pero ése no es el que cambió la historia de la música. El que lo hizo fue aquel de 1954 a 1968. Era el de la gran energía y del groove sensual, pero, a su vez, tierno.
-¿Después del espectáculo te vas a divertir a alguno de los casinos?-Prefiero irme a tomar unos martinis con la banda. No soy un gran jugador. Por eso soy mucho más rico que antes en estos últimos seis meses en Las Vegas.

50 años del Teatro San Martín


Fachada del Teatro San Martín; Ernesto Bianco, en Cyrano de Bergérac; Lautaro Murúa y Duilio Marzio, en Beckett
Imágenes del libro Teatro San Martín 50 años. 1960-2010; y de mi archivo personal

(Ampliación de la nota publicada en el suplemento ADN, de La Nación, el 26 de noviembre de 2010.)

Entre risas y lágrimas

El San Martín cumple 50 años y estrena nueva conducción, pero sufre por el ahogo financiero y por la decadencia de sus instalaciones

Por Pablo Gorlero

Cuarenta años atrás, quien esto escribe tenía que elegir cada semana entre tres posibles propuestas de salida cultural que le hacían sus padres: ir al cine, al teatro o al San Martín. Es decir, ir a ver los dibujitos en continuado; a las distintas salas que ofrecían obras infantiles; o todo en uno, directamente al San Martín. Esta última opción, claro, era una salida más sofisticada, menos previsible, para ver las obras de Roberto Aulés, de Liliana Paz o clásicos infantiles cinematográficos como Crin blanca o El globo rojo, en la sala Lugones. Para los porteños más porteños, el San Martín es el icono cultural por excelencia. Es ese gigante con corazón de escenario que se rodea de librerías y cuevas discográficas. Es el sitio donde comenzó la pasión de muchos teatreros y, a su vez, el lugar donde todo actor quisiera estar.
El San Martín es un dandy que este año cumplió 50. Tuvo una vida magnífica, dejó un legado espléndido y, hoy en día, algo maltrecho, hace sus esfuerzos por mantener esa apariencia señorial. Aunque siempre tuvo una dolencia persistente: la política.
Comenzó a construirse en 1953, allí donde había un enorme garage, en un predio de 30.000 metros cuadrados ubicado en la avenida Corrientes, entre Paraná y Montevideo. La obra estuvo detenida más de tres años por cuestiones presupuestarias, pero pudo inaugurarse el 25 de mayo de 1960.
Se dice que, por aquel entonces, no había teatro en el mundo con la sofisticación de ese gran complejo. Su sala mayor, la Martín Coronado (nombre de uno de los pioneros de la dramaturgia argentina), era la más completa del mundo. El gran mérito de los arquitectos Mario Roberto Alvarez y Macedonio Oscar Ruiz fue el trabajo escenotécnico logrado. Se lanzaron al desafío de montar dos salas superpuestas con mecanismos escénicos impensados en los años 50, y una técnica de construcción de vanguardia. El espacio a aprovechar debía ser vertical, por lo tanto se aprovechó el trazado del subte aunque, a su vez, había que neutralizar cualquier ruido o vibración del exterior. No sólo lo lograron, sino que el tratado acústico que tienen las salas Casacuberta y Martín Coronado es excelente. Tal vez los espectadores no sean conscientes de eso, pero el San Martín es un gran pozo. La sala Cunill Cabanellas, la más pequeña (construida en 1979) está situada en el tercer subsuelo, donde en un principio, había una confitería.
El San Martín se inauguró con el espectáculo Más de un siglo de teatro argentino, dirigido por Osvaldo Bonet, y del que participaban todos los grandes actores de la época representando fragmentos de la escena nacional. “Yo ni loco trabajo con un pozo”, dijo el director cuando advirtió la enorme sección central levadiza. De todos modos, el escenógrafo Luis Diego Pedreira se las ingenió para hacer usufructo de cada una de las posibilidades que ofrecía esa sala para 1049 espectadores. Era un desafío para no despreciar. Todo el artilugio con el que, hasta ese entonces, ningún escenógrafo pudo contar. Su escenario a la italiana está provisto de una extensa boca de medidas variables (entre 11 y 16 metros de ancho por 7 de altura), con esa impresionante sección central que puede desplazarse verticalmente, en forma total o parcial, mediante nueve ascensores que actúan simultánea o separadamente; un par de discos giratorios de 9 a 10 metros de diámetro respectivamente; y un foso levadizo para la orquesta. La segunda sala, lleva el nombre de Juan José de los Santos Casacubierta, para muchos el primer actor de la escena argentina. Tiene capacidad para 566 personas y su conformación es semicircular, con un declive isóptico ideal. También tuvo su innovación escénica en el tablado levadizo que antecede a la sala y que puede ser escenario, piso de platea o foso de orquesta. El enorme escenario tiene 20 metros de ancho por 5 de altura y 6 de profundidad.
Por su parte, la sala Leopoldo Lugones, dedicada al cine, se inauguró el 4 de octubre de 1967, con la proyección de La pasión de Juana de Arco, de Carl T. Dreyer. Tiene capacidad para 233 espectadores y, desde siempre, fue y es uno de los templos del cine arte, en cuya pantalla, el crítico Luciano Monteagudo programa películas de grandes maestros como Chaplin, Griffith, Keaton, Visconti, Murnau, Kurosawa, Bergman, Truffaut, Godard, Herzog y Fassbinder, entre muchísimos otros.
Pero el San Martín no sólo destella arte y cultura en sus salas. Sus pasillos, su hall central, sus oficinas, sus archivos, sus talleres son núcleos creativos visibles que se constituyen en la usina artística que, además, genera (o generaba) mucho trabajo. De sus talleres de vestuario, zapatería y utilería surgían generaciones de artesanos.
Los gigantes imponentes del San Martín son también sus murales. El foyer de la Martín Coronado tiene un altorrelieve de cemento coloreado de 7 metros de ancho y 2,80 de altura, titulado Alegoría al teatro, del escultor José Fioravanti, mientras que en las paredes laterales de la sala se pueden ver las esculturas El drama y La comedia, realizadas por Pablo Curatella Manes. Entretanto, en el hall de la Casacuberta, un gran mural de Luis Seoane envuelve 32 metros de ancho y 11 de altura. Es El nacimiento del teatro argentino, una obra imposible de dejar de contemplar.
Al atravesar las puertas vaivén de acceso, el mundo del San Martín saluda a los espectadores a través de su hall, algo así como el salón de fiestas. Allí es donde cientos de artistas han trabajado en forma gratuita para darle sonido y movimiento a ese enorme ámbito custodiado por atractivas fotogalerías.
Carmelo Tornello fue el primer director general y la primera visita del exterior fue The Theatre Guild American Repertory Company, de Estados Unidos. Al año siguiente se presentó Vivien Leigh con The Old Vic Company, de Gran Bretaña, para hacer La dama de las camelias y Noche de reyes; y más adelante, John Gielgud e Irene Worth, The Brenda Bruce Company, la Comédie-Français y Marcel Marceau
La Comedia Nacional, en la que trabajaban Eva Dongé, Gianni Lunadei, Alejandro Anderson y Rafael Rinaldi, entre otros, pisó varias veces los escenarios del San Martín debido al incendio del Teatro Nacional Cervantes, ocurrido en junio de 1960. Armando Discépolo montó su propia obra Relojero en la Martín Coronado.
En 1962, Cirilo Grassi Díaz sucedió a Tornello, hasta 1967; y entre otros, los siguieron, Máximo Mayor, César Magrini, Juan Carlos Muiño, Fernando Lanús, Osvaldo Bonet, Iris Marga y Emilio Villalba Welsh.
Una de las obras de mayor calidad artística fue la Yerma protagonizada por María Casares y dirigida por Margarita Xirgu. En su elenco estaban Alfredo Alcón, José María Vilches, Eva Franco y Thelma Biral. También cabe señalar Becket, de Anouilh, con Lautaro Murúa, Duilio Marzio, Norma Aleandro y Alicia Berdaxagar, dirigidos por Mario Rolla; Los físicos, con Pedro López Lagar, Osvaldo Terranova y Enrique Fava, dirigida por Luis Mottura; Romeo y Julieta, con Luis Medina Castro, Lía Gravel y Marta Gam, dirigida por Alberto Rodríguez Muñoz; Reunión de familia, con Milagros de la Vega; La Celestina, con Iris Marga; Luces de bohemia, con Fernando Labat, Miguel Ligero y María Luisa Robledo; La real cacería del sol, con Lautaro Murúa; Coriolano, con el memorable trabajo de Carlos Muñoz; Adriano VII, dirigida por Carlos Gandolfo, con Pepe Soriano, Flora Steinberg, Zelmar Gueñol y Luis Polito, entre otros; y La pucha, de Oscar Viale, con Norma Bacaicoa, Luis Brandoni, Julio De Grazia, Jorge Rivera López, Walter Santa Ana y Marcos Zucker, entre muchas otras propuestas de excelencia.


Las troyanas, con María Rosa Gallo al frente del elenco; y El inglés, con Pepe Soriano y el Cuarteto Zupay


La pucha, de Oscar Viale

El reinado de Kive Staiff
En noviembre de 1971, durante el gobierno de facto de Alejandro Agustín Lanusse, Kive Staiff asumió por primera vez la dirección general del teatro, para retomar ese puesto en 1976, cargo que conservó durante todo el período de la dictadura militar y la presidencia de Raúl Alfonsín, inclusive. Luego de pasar por la Cancillería y la dirección del Teatro Colón, en 2000 regresó a ese cargo.
Durante esa primera dirección de Staiff, merecen destacarse los montajes de Un enemigo del pueblo, de Ibsen, con Ernesto Bianco, Héctor Alterio y Alicia Berdaxagar; Las troyanas, con María Rosa Gallo, dirigida por Osvaldo Bonet; Ivonne, princesa de Borgoña, de Gombrowicz, con Juana Hidalgo, Elsa Berenguer y Miguel Ligero, dirigidos por Jorge Lavelli; Nada que ver, de Griselda Gambaro, con Walter Vidarte y Carlos Moreno; Macbeth, con Lautaro Murúa, Inda Ledesma, Luis Politti y Jorge Mayor; Trescientos millones, con Alejandra Boero, dirigida por José María Paolantonio; He visto a Dios, con un memorable trabajo de Osvaldo Terranova; y El inglés, un histórico trabajo de Juan Carlos Gené, con Pepe Soriano y el Cuarteto Zupay.
En el documental que se acaba de lanzar en conmemoración de los 50 años del San Martín, muchos artistas confiesan que ese ámbito fue casi un refugio para muchos actores perseguidos o señalados por la dictadura. Allí, en 1976, se estrenó Nada que ver, una contestataria pieza de Griselda Gambaro que dirigió Jorge Petraglia. “Desarrollamos un enorme trabajo teatral e ideológico”, dijo Kive. Luego, en 1980, hicieron subir a escena un Hamlet con otro enfoque más libertario, en contra de la dictadura de su tío. Los mensajes eran sutiles pero intensos para la época. Allí estaban María Rosa Gallo, Alejandra Boero, Jorge Petraglia, José María Gutiérrez, Ernesto Bianco y Alicia Berdaxagar. Una entrelínea entre tanta oscuridad, tanta muerte oculta, era un hálito de vida para el artista.
“Tomé al personaje de Bernarda Alba como un símbolo de la dictadura. Sin cambiar una sola letra al texto, el espectador se daba cuenta de que estábamos hablando del autoritarismo y del terror que producen las dictaduras”, explicaba tiempo atrás Alejandra Boero sobre su versión de La casa de Bernarda Alba, estrenada en 1977, con un elenco integrado por María Rosa Gallo, María Luisa Robledo, Elena Tasisto, Juana Hidalgo, Estela Molly, Graciela Araujo, Alicia Bellán, Hilda Suárez, Lilián Riera, Alicia Berdaxagar y Rubi Monserrat.
“Yo no era pregobierno militar. Hubo claros intentos de desplazarme, pero tuve buenos defensores. Siempre digo que, afortunadamente, el brigadier Osvaldo Cacciatore, un intendente con un sentido un poco feudalista en su manejo de la ciudad, me consideraba parte de su gente. De modo que fue un buen paraguas, una buena protección”, dijo Kive Staiff a La Nación.
Una de las inolvidables puestas de ese período fue aquella que inauguró la segunda dirección de Staiff: Seis personajes en busca de un autor, de Luigi Pirandello, dirigida por Hugo Urquijo, con Gianni Lunadei, Enrique Fava, Luisina Brando, Lito Cruz, Adriana Aizenberg, Flora Steinberg y Nelly Prono.
Paradójicamente con lo que ocurría en el país, el ovillo cultural del San Martín tuvo su epicentro en los años 70. En su segunda mitad, Staiff creó los tres cuerpos centrales: el Ballet Contemporáneo, el Grupo de Titiriteros y el Elenco Estable. Mientras este último cuerpo fue eliminado en 1989, los otros continúan funcionando. El Ballet Contemporáneo, actualmente dirigido por Mauricio Wainrot, lleva ya 33 años ininterrumpidos de vida. Oscar Aráiz inició su elenco de danza, entre 1968 y 1971, pero la compañía estable continuó con la dirección de Ana María Stekleman, hasta 1982. También pasaron por la dirección Norma Binaghi, Lisu Brodsky, Alejandro Cervera, Oscar Araiz y en dos períodos, Stekelman y Wainrot.
En 1977, Staiff convocó al gran titiritero Ariel Bufano para montar David y Goliat, de Sim Schwarz. A partir de esa exitosa experiencia, ambos junto a Adelaida Mangani decidieron crear un elenco estable de titiriteros que contara con el apoyo económico y técnico necesario para desarrollar ese arte. Mangani dirige al grupo desde 1992, luego del fallecimiento de Ariel Bufano. El Grupo de Titiriteros del San Martín tiene ya en su haber puestas inolvidables como La bella y la bestia, El gran circo criollo, Mariana Pineda, La zapatera prodigiosa, Peer Gynt, El Pierrot negro, Gaspar de la noche, El pájaro azul y Teodoro en la Luna, entre muchísimos otros.

Adelaida Mangani y Mauricio Wainrot


Entretanto, el elenco estable del San Martín estuvo conformado por una treintena de primerísimos actores como Elena Tasisto, Walter Santa Ana, Osvaldo Terranova, Graciela Araujo, Juana Hidalgo, Pachi Armas, Fernando Labat, Jorge Mayor, Roberto Mosca, Roberto Carnaghi, Osvaldo Bonet, Ingrid Pelicori, Horacio Peña, Alfonso De Grazia, Jorge Petraglia, Horacio Roca, Roberto Castro, Aldo Braga, Mario Alarcón, Patricia Gilmour, Oscar Martínez, Alberto Segado, Hugo Soto y Leopoldo Verona, entre muchos otros.
En 1977, después de una larga ausencia, volvió a los escenarios Ernesto Bianco con Cyrano de Bergerac, de Edmond Rostand. Fue una excelente puesta dirigida por Osvaldo Bonet que, lamentablemente, duró muy poco tiempo ya que el gran actor murió el 2 de octubre, a los 55 años, a las pocas funciones.
Otras memorables puestas del elenco estable fueron Escenas de la calle, Esperando a Godot, Juan Gabriel Borkman, El organito, El inspector, El mago, El burgués gentilhombre, Santa Juana, Periferia, Don Gil de las calzas verdes, Todos eran mis hijos, Los pilares de la sociedad y la memorable versión de Hamlet (1980), que dirigió Omar Grasso, con Alfredo Alcón, Elena Tasisto, Roberto Carnaghi, Graciela Araujo, Alfredo Duarte y Roberto Mosca, entre muchos otros. Por su parte, la puesta de Galileo Galilei, de Brecht, dirigido por Jaime Kogan, se constituyó en el mayor éxito en la historia del San Martín. Un total de 150 mil espectadores fue a ver la memorable actuación de Walter Santa Ana, al frente de un elenco que integraban, entre otros, Graciela Araujo, Hugo Soto, Mónica Santibáñez y Horacio Peña.
Aunque la proyección internacional del elenco estable del San Martín se venía dando desde hacía unos años, en 1982, se realizó una gira por la Unión Soviética (otra paradoja política) con El reñidero, de Sercio de Cecco, y La casa de Bernarda Alba, de García Lorca. Un dato curioso: el elenco fue protagonista inesperado de los funerales de Leonid Brézhnev, ex presidente soviético, en Moscú.
Mauricio Kartún estrenó Pericones, en 1987, una de las mejores temporadas, con grandes montajes de Tres hermanas y Los caminos de Federico, con Alfredo Alcón.
Entre las visitas internacionales de los años 80 caben citarse a Pina Bausch, Darío Fo, Tadeusz Kantor, Kazuo Ohno, Rufus, Dimitri, Bibi Anderson, Vittorio Gassman, Hans Peter Minetti, Marcel Marceau, el musical Ain’t Misbehavin, el teatro Rustavelli de Georgia, el Odin Teatret de Dinamarca, la Cuadra de Sevilla, el Stara Teatr de Cracovia, el Teatro Máximo Gorki de Leningrado, el Teatro El Galpón y el Teatro Circular (de Montevideo) y el grupo Rajatablas.
Los años 90 continuaron la excelencia y cedieron espacio a grupos emergentes como La Organización Negra y nuevos realizadores como Ricardo Bartís, Rafael Spregelburd, Javier Daulte, Mauricio Kartún y Claudio Hochman. Cuatro inolvidables: Una visita inoportuna, de Copi, con una soberbia actuación de Jorge Mayor; el Peer Gynt de Alcón; y los montajes de Bartís: Hamlet y la guerra de los teatros y El pecado que no se puede nombrar.
Fue una década en la que pasaron también por su dirección artística Emilio Alfaro, Eduardo Rovner, Juan Carlos Gené y Ernesto Schoo. Asimismo, el grupo andaluz La Zaranda pisó muchas veces los escenarios del Teatro San Martín.
En 2000 el Gobierno de la Ciudad porteño creó el Complejo Teatral de Buenos Aires, una organización que fusionó artística y administrativamente las cinco salas teatrales de dependencia oficial. Es decir, el San Martín se integró al Presidente Alvear, al Teatro de la Ribera, al Regio y al Sarmiento.
Hoy, el CTBA no sólo brinda excelencia en sus propuestas culturales, sino que también edita libros, revistas, tiene un programa de televisión y otro de radio, entre tantos otros emprendimientos. Como una vivienda lacustre, está sostenida para que no la alcance la inundación. Sus hacedores tratan de sostener toda esa gran estructura de la mejor forma. A veces se puede, otras veces no. Sólo es cuestión de las autoridades conseguir que toda esta historia resumida en estas líneas pueda proseguir. Porque los porteños y el resto de los argentinos estarán siempre orgullosos de su Teatro San Martín

DIEZ AÑOS DE CAÍDA EN PICADA

Tal vez la crisis sea una oportunidad de crecimiento, pero tiene un peso muy fuerte en el presente del San Martín. El propio director saliente, Kive Staiff, admite que hubo achicamiento de personal y que el complejo teatral ha perdido en los últimos tiempos más de un centenar de miembros. Ni siquiera fue posible festejar el medio siglo de vida como es debido, ya que todo el presupuesto fue destinado a la reapertura del Teatro Colón. Los andamios siguen vistiendo su fachada, las filtraciones en las salas no cesan, el desmantelamiento de los talleres propios es insostenible y el dinero nunca llega. Entretanto, la congoja es notoria en el personal del edificio. "La escasez del presupuesto es nuestra marca en el orillo. Eso nos restringe en la actividad básica y nos impide incrementar la actividad -afirma Staiff-. Antes hacíamos giras por el exterior. Llegamos a la Unión Soviética y recibíamos propuestas interetantísimas de grandes figuras, como Tadeusz Kantor y Pina Bausch. Uno puede hacer milagros, pero hasta cierto punto. Llegado el momento, si no están los diez pesos en el bolsillo no se puede cambiar ni siquiera una lamparita". La caída presupuestaria fue creciendo desde principios de siglo. Se repiten los presupuestos, sin tomar en cuenta la inflación anual. Hoy el Ejecutivo porteño espera que la Legislatura apruebe dos proyectos que pueden ayudar, uno sobre la venta de inmuebles para afrontar la restauración del edificio y otro sobre la autarquía.Hay cambios estructurales: eso puede ser esperanzador. Pero las respuestas tardan y las soluciones no se concretan. En el fondo, lo que más duele es la indiferencia.


El perro del hortelano, dirigida por Daniel Suárez Marzal

miércoles, 8 de diciembre de 2010

Alberto Ligaluppi


(Ampliación de la nota publicada en el suplemento ADN, del diario La Nación, el 26 de noviembre de 2010)

EN BUSCA DEL PÚBLICO JOVEN

Por Pablo Gorlero

Pampeano de origen, cordobés de adopción, Alberto Ligaluppi es uno de los nombres más respetados del federalismo teatral. Tal vez los porteños hayan comenzado a familiarizarse con su figura desde que, el año pasado, asumió la codirección del Festival Internacional de Teatro, junto con Rubén Szuchmacher.
Desde muy joven se desempeñó como director teatral, docente y artista plástico en San Luis. Después vivió muchos años en Nueva York, donde se consolidó como curador de arte y productor. En los años 80, se radicó en Córdoba. Allí se desempeñó como director de Cultura del Instituto Goethe y fue artífice del Festival Latinoamericano de Teatro. Todo ese bagaje de conocimientos sobre el engranaje de las industrias culturales lo llevaron a ser el principal candidato a suceder a Kive Staiff en la dirección artística del Complejo Teatral de Buenos Aires, cargo que le confirmaron a fines de agosto (la dirección general es de Carlos Elía).
De inmediato se puso a armar la programación para el año que viene. "Será mixta. Parte es idea de Kive y otra parte, mía. Pero te diría que ya tenemos la programación completa, que será anunciada a mediados de diciembre. En esa programación se verá claramente que somos dos. Pienso que la marca Kive quedará por muchos años. Incluso pasaré yo y quedará. Estuvo aquí muchos años para hacer que esta estructura funcionara. Hay que agradecerle que le haya dado una forma que, de algún modo, vamos a modificar. Fue muy emblemático en este teatro. Me parece muy interesante el afecto y el respeto que le tienen sus empleados", explica Ligaluppi.
-¿Cuál será la impronta Ligaluppi?
-El Complejo Teatral debe recuperar al público menor de 40 años. Esa es una de las cosas en las que estoy trabajando. También debemos darle mucha fuerza a la temporada internacional. En su momento, el San Martín tenía una temporada internacional de la que todos aprendíamos mucho. No había que esperar dos años a un festival para poder ver a Pina Bausch o a Philippe Genty. Hay muchas puestas que pasan cerca de la Argentina y no encuentran aquí lugar donde montarlas. El San Martín tendrá ese lugar. Tendremos una mayor mirada hacia América latina. Probablemente Guillermo Calderón, de Chile, venga a dirigir, y tejimos una interesante red de trabajo con Brasil para intercambiar espectáculos. También afianzamos las coproducciones con España y Francia.
-¿Cuáles son las cosas más urgentes para modificar?
-Las modificaciones van a ser muy lentas. Trataremos de tener una programación más amplia. Muchos directores de todas las edades que no habían estado en el San Martín estarán ahora. Ése puede ser un giroimportante. Abriremos la puerta a más directores. También me interesan los perfiles educativos. Habrá un proceso artesanal, donde todos los meses un grupo de creativos recorrerán los procesos de cada puesta, para armar un montaje final colectivo. El coordinador de eso será Luis Cano. Lo demás se va a concursar, vamos a intentar que venga mucha gente del interior.
-¿Y le va a dar el presupuesto para todo eso?
-Imagino que no será fácil, pero soy muy luchador. Hay ciertas cosas que tienen valor en sí mismas. Las coproducciones son fundamentales. El arribo del Rond Point, de París, será un gran proyecto de intercambio. Una semana de teatro francés en el San Martín, en junio, será imperdible.
-¿Será una programación mixta?
-Me he manejado con una política de cambio gradual. Gran parte de la programación del año que viene es de Kive Staiff y la hemos respetado. Nuestra relación es muy buena.
-¿Qué pasara con el desmantelamiento paulatino que sufrieron los talleres de vestuario y escenografía, por ejemplo?
-Ahí también es donde se verán los grandes cambios...