Le gustaba escuchar “Lunita tucumana”, sobre todo por la
“Negra” Sosa. Se emocionaba cuando escuchaba a Piaf cantar “Non je ne regrette
rien”. Si “La canción del jacarandá” acariciaba sus oídos sonreía. Y “A Rianxeira” tocada en gaita la hacía hablar como un loro. Es lo que la música
provocaba en Fina Gorlero… Bah… ese era su apellido prestado, tal como decía. Josefina
del Valle Giménez de Gorlero. Del Valle es nombre, no apellido. Pocos lo llevan
así.
Fue difícil escribir sobre mi mamá. Ya se cumplen tres años
de su desaparición física y es muy fuerte pensar en escribir algo sobre ella
sin ella. Porque Fina… le decíamos Fina… es histórica. Es de esas presencias
que quedarán marcadas en la vida de muchas personas. No sólo en la mía. No sólo
por su personalidad, potente, presencial, sino porque supo tocar el alma de la
gente. En forma particular, exclusiva, individual. Una amiga que la vio una
sola vez me dijo: “¿Cómo no voy a recordar a tu mamá? Si al hablar con ella te
hacía sentir única en el mundo”. La definió con sabiduría libertaria, con
sensibilidad independentista. Así era mi mamá. Imaginate si eso causaba en los
demás, lo que hacía con nosotros cada día, cada hora, cada minuto. Encontré una
carta que le hice cuando tenía 10 años. Era como una tarjeta, hecha con
plasticolas de colores, con un corazón, la caricatura de ella y una leyenda que
decía: “Amor es lo más lindo que pusiste en mi vida”. Es que tendría tanto para
contarte de mi mamá.
Ella no tuvo una vida fácil. Siempre recordó su niñez con
una felicidad indescriptible. Contaba que era la mimada de su papá –español,
guapo, bueno, rubio, tal como lo describía- y que vivía en el campo, en la
provincia de Tucumán, entre animales de granja y una dulce vida agreste. Era
pelirroja, usaba trenzas y tenía una cara de pícara increíble. Eso lo pude ver
en una foto que guardaba como un gran tesoro. Una vez. Sólo una vez se animó a
mostrármela. “Parecés Heidi”, le dije. Lloró mucho cuando perdió esa foto. Le
robaron la billetera donde la tenía guardada. Era el único recuerdo vivo que
tenía de su niñez. Infeliz el que lo hizo. Si supiera… Siempre contó que le
tenía pánico a las ranas porque una vez se trepó a una higuera para cortar
brevas y se topó en una rama con un batracio arborícola. Tanto asco le dio que
se cayó y se clavó una estaca en la pierna. De grande conservaba aún las
marcas. Eran tres, las recuerdo. Les tenía pánico a los reptiles y a los
anfibios. Contaba que su papá la consentía y que sentía un amor especial por
ella. Pocas veces hablaba de su madre.
Siempre de su padre. Tenía nueve años cuando su papá murió, de un infarto,
joven. Siempre lo lloró. Bastaba mencionarlo para que ella se emocione.
Afirmaba haberlo visto varias veces, a sus pies, en la cama, cuidándola. Era su
ángel. Siempre se lo agradecí. Se llamaba José.
A partir de su muerte, todo fue pesadilla para Josefinita.
Es poco lo que sabemos de lo ocurrido desde entonces. No contaba demasiado.
Fuimos reconstruyendo la historia de a poco. La familia del padre echó a los
tiros de la propiedad a su esposa y a sus tres hijas. La mujer se quedó con la
más chiquita y entregó a las otras dos a distintos familiares para que las
criaran. Respetaremos parte de ese silencio. Pero a partir de ese momento, Fina
vivió una pesadilla que duró nueve años. Apenas cumplió la mayoría de edad,
pudo escapar hacia la libertad. Esa libertad que ella amó siempre.
Fina podría haber sostenido su vida con las estacas del
resentimiento, pero no fue así. Su padecer se volvió sabiduría. De adolescente,
tomó su bicicleta y se lanzó a toda velocidad hacia la vida. “Pedaleaba y
pedaleaba sin parar, sin medir el peligro, iba lo más rápido posible, incluso
en una sola rueda. Y el viento en la cara era una caricia”, me contaba. Me la
podía imaginar. Con esos pelos largos, bien rojos y enrulados, al viento. Quería
volar. Se ganó la vida sola. Como buena obrera textil, amó a Evita. Fue su
referente. Allí, en la fábrica, conoció a Angelita Barbagallo (“La Tana” o
“Lila”), su mejor amiga. Ella le presentó al hijo de la dueña de la pensión
donde vivía, en la calle Talcahuano, entre Corrientes y Lavalle. Era un tipo de
buena estatura, buenazo, delgado, con bigote y una sonrisa que podía desarmar
un astillero. Él quedó fascinado con esa piba joven, rubia (odiaba su color
natural y apenas pudo se tiñó el cabello) y menudita, pero con una figura
impactante. La invitó a salir. Ella se hizo la interesante, pero aceptó. Cuando
llegó al encuentro de semejante caballero sintió que el castillo se derrumbaba
por la catapulta del mal gusto. Raúl le estaba esperando con sombrero fedora,
corbata, medias escocesas y un traje a cuadros. “Yo no puedo salir con este
hombre”, fue lo primero que pensó. Pero la dulzura y la simpleza del muchacho
le hicieron olvidar el mal trago estético. Se lo quedó. Eso sí, no se contuvo y
le dijo: “Por favor, no uses nunca más ese traje a cuadros”.
Estuvieron un tiempo de novios y, finalmente, el 6 de marzo
de 1952 se casaron por civil, y el 8 del mismo mes, por iglesia. Fue una
ceremonia a todo trapo. Como solía hacerse en esa época. La mamá de Raúl,
Maruja, gastó fortunas en esa fiesta. Y eso que era una gallega que vivía al
día, de regentear con templanza su pensión ahí en pleno centro. Raúl era un
príncipe, y Fina una princesa. Una auténtica princesa, con su vestido blanco
largo, con cortejo y carroza incluida. La ceremonia fue en la basílica de San
Nicolás de Bari, en Santa Fe y Talcahuano. El momento quedó inmortalizado en
una grabación que hoy en día se conserva en varios discos de pasta.
Por aquel entonces, la vida de Fina cambió radicalmente. No
había que luchar tanto. Había que sostener una familia. Eso sí, con la suegra y
su mandato matriarcal celtíbero en casa. Al poco tiempo llegó María Elena,
nueva princesa a la conquista inmediata de la casa. La reina madre (la abuela
Maruja) la arrulló permanentemente bajó su égida. Hubo varios intentos por
agrandar la familia, pero fracasaron. Algo impedía que Fina y Raúl pudieran
darle hermanos a María Elena.
Pasaron 13 años y Fina volvió a quedar embarazada. Había
mucho miedo. El último embarazo dejó la ilusión de dos mellizas que no pudieron
nacer. Fina fue cuidada entre algodones, con una panza que no crecía, hasta que
un obstetra le dijo lo peor: su bebé estaba muerto. Ella nunca lo creyó y lo
negó furiosamente. “Está vivo, lo siento”, repitió siempre. Se negó a tomar las
pastillas que le daban para abortar, las escondía y no las tomaba. Todos
pensaron que estaba loca. Maruja, que la quería como a una hija, sufrió
muchísimo y en el séptimo mes de embarazo sufrió un infarto que terminó con su vida.
María Elena nunca pudo superar la muerte de su amada abuela. “La chica del
tapadito” –tal como la describió alguna vez un empleado del cementerio de la
Chacarita- iba todos los meses a dejarle flores a su abuela.
En una de sus visitas al médico, Fina se las ingenió por
conocer a quien sería su partera (maldigo no acordarme su nombre). “Mi hijo
está vivo, creeme”, le aseguró. La partera le creyó. Le hizo prometer que
estaría presente el día del nacimiento, para resguardar esa vida. Cuando
comenzaron las primeras contracciones, la noche del 14 de octubre de 1966, Fina
se comunicó con ella y le avisó que iría hacia la clínica. Había una tormenta
atroz. Parecía que el bebé iba a nacer en el ascensor. Estaba apurado. Ambas
mujeres se encontraron en aquella clínica de la calle Arcos y José Hernández, y
tras pujar dentro de lo normal, Fina dio a luz a un bebé vivo. Ella lo escuchó
y sonrió. Luego, la partera, su cómplice se lo confirmaría: “Fina, es Pablo…
¡Nació Pablo! Tenías razón”, le dijo con lágrimas en los ojos. Los médicos
nunca más dieron la cara.
Me llamo Pablo gracias a mi hermana. Mi mamá me quería poner
Facundo, pero María Elena dijo que tenía que ser Pablo. Por suerte la
escucharon. Así fue que nací cuando se suponía que no tenía que nacer,
berreando con la boca bien abierta.
Me dijeron siempre que era un atorrante de chiquito. Que me
gustaba hablar con todo el mundo, que me perdía porque me quedaba charlando con
los camioneros que paraban en la 9 de Julio, con las coperas del “15 caras
bonitas 15 “, cabarulo situado en el mismo edificio donde vivíamos o con los
hippies que se alojaban en nuestra pensión. Después me volví tímido, muy
sensible y bastante inseguro. Mi tío
Paco decía que “me estropee”. Mamá me dejaba mucho al cuidado de Lila
(Angelita), su mejor amiga, que vivía con nosotros. Solía reservarse los mimos.
Siempre dijeron que yo era muy cariñoso. Debe haber sido así porque me daba
cuenta de que Lila y Fina se tenían celos por los mimos. Lila era como mi
abuela. La adoraba. Hace años que no hablaba de ella. La pasión por el cine y
el teatro también fue gracias a ella, que me llevaba a ver las obras del San
Martín (todavía tengo imágenes de La
Jirafita azul). Fina y Raúl solían llevarme más al cine. Casi siempre al
Los Ángeles (donde sólo daban películas de Walt Disney) y al Real (ahora playa
de estacionamiento en la misma cuadra que el Maipo). Las secciones eran
continuadas. Por lo tanto, a veces se iban y me dejaban allí, para ir a
buscarme más tarde. Yo no tenía problemas en volver a ver una película dos o
tres veces. A Raúl le fascinaban los cortos animados, porque eran los mismos
que había visto él de chico, entonces los podía comentar. Salíamos del cine
Real, me llevaba a comer un tostado con una sevenap y describía uno a uno los
cortos de Tom & Jerry, el
Correcaminos, Mickey Mouse o Popeye, entre muchos otros. Cuando se sumaba Fina,
a veces íbamos a la Jockey (que estaba en Cerrito y Sarmiento). Ellos tomaban
un copetín y pedían una superpicada. Me dejaban los caracoles para mí. Recuerdo
que mamá se sonrojaba cuando papá le regalaba algo de Lion d’Or. “Es un
caballero -me decía-. Vos tenés que ser así cuando seas grande. Es hermoso
regalar, pero no regalar cualquier cosa: el regalo hay que pensarlo, la recompensa
es la felicidad del otro”.
Siempre se esforzaron por darme con los gustos, tratando de
evitar convertirme en un chico malcriado. Yo sabía muy bien que había que
esperar a fin de mes para manguear algo. Durante el mes no se podía, había que
esperar a que ellos te den una sorpresa. Tenía cinco años y mi personaje
favorito por aquel entonces era el Topo Gigio. Yo lo amaba. Había una
juguetería en Corrientes y Talcahuano que para mí era el paraíso. Si habré
pasado minutos de mi vida observando juguetes. Un día vi que estaban el Topo
Gigio… ¡y toda su familia! Era una colección de Yoly-Bel. Estaban Gigio, su
novia Rosita, sus hermanitos, sus padres, su abuela y el tío. Los pedí para el
Día del Niño. Esa noche, mis viejos me llevaron a dormir y se quedaron en la
cocina con unos amigos (podían quedarse horas divirtiéndose). Me desperté en
mitad de la noche y vi una caja enorme con moño y todo sobre la estufa. No me
contuve y la abrí. Era toda la familia del Topo Gigio. Me acuerdo la escena
perfectamente. Lo recuerdo como un momento de extrema felicidad. Quería volver
a dormirme con todos ellos, pero no entraban en mi cama. Así que corrí a la
habitación de mis viejos y me metí en la cama con cada uno de los topos a lo
ancho, cada uno tapadito hasta el cuello para que no tengan frío. Amanecí entre
Fina y Raúl, con todos los topos amontonados entre nosotros. Luego, el café con
leche en la camita viendo los dibujitos de “El gordo y el flaco”. A las 19,
vimos juntos también en la cama, las locuras de Karadagián y el payaso Pepino
en “Titanes en el ring”. Compartir. Eso me quedaría para siempre.
A Fina le hubiera gustado mucho volver a estudiar. Pero no
se animó. También le hubiera gustado mucho aprender a tocar algún instrumento,
pero tampoco se animó. Le hubiera gustado escribir, lo hacía muy bien, pero no
confiaba en sí misma y odiaba ver su caligrafía y alguna que otra falta de
ortografía. Por eso tal vez nos incentivó siempre a leer desde muy chicos, a
escuchar música… y sin querer, hacía evolucionar nuestra sensibilidad. Hizo que
María Elena se reciba de profesora de piano y algo así quería conmigo. A Fina
le gustaba mucho el folklore. Debe ser por eso que me compró una guitarra (¿por
qué no se la habrá comprado para ella, me pregunté siempre?). Me llevó a
estudiar con un profesor que durante todo el año me hizo tocar cuatro temas:
“Zamba de mi esperanza”, “Lunita tucumana”, “Cuando salí de Cuba”, “Añoranzas”…
y pretendía que toque la “Zamba de Vargas”, que era dificilísima. Un día, volví
serio a casa y le dije: “Mamá, esto no es para mí. No me gusta. Me cuesta
mucho. No quiero ir más”. Me hizo caso. Igual me pedía que le toque alguno de
esos temas, aunque los tocara mal, los tarareaba y me ponía cara de estar
frente al mismísimo Paco de Lucía.
En el momento de “egresar” del Preescolar se habló en casa
sobre a qué colegio me tendrían que llevar. Una maestra botona les dijo a mis
viejos que era “conveniente” que me lleven a un colegio sólo de varones porque
tenía tendencia a jugar con las nenas. Una visionaria. Así fue que me llevaron
al La Salle. Católico, apostólico, romano, facho. Mal no la pasé. Pero siempre
supe que no era mi lugar. Yo era algo así como el “pobrecito” frente a todos
los ricachones de mis compañeros que, en su mayoría, ya habían viajado alguna
vez a Disneylandia (yo miraba los cupones de concurso de Pan Am en la
“Anteojito”).
La previa al primer día de clases fue una tarea compartida
entre los tres (mis viejos y yo). Me llevaron a un lugar a probarme el blazer
azul con el escudito del colegio. Me quisieron comprar una corbata preciosa
pero yo quería un corbatín, de esos que tenían elástico, porque sabía que nunca
iba a aprender a hacerme el nudo. Lo peor fue cuando Fina quiso comprarme la
camisa de marca, los zapatitos de marca y el pantalón de marca. Con los zapatos
no hubo historia. Los compramos en Delgado (Florida y Corrientes). Pero el
pantalón ese gris… uf… pinchudo como pocos. Lo odiaba. Lo mismo que la camisa
esa, dura de almidón. Lo más divertido fue la compra de útiles escolares. De
eso nos encargamos con papá. Lo mejor fue el maletín Primicia, con llave y
todo. Me acuerdo que el primer día de clases hacía calor. Antes de salir para
el colegio, nos sacamos fotos en casa. Yo estaba re-contento. Luego, antes de
entrar al colegio, en el kiosco de al lado, me compraron un chocolatín Jack. Me
salió Sancho Panza (no el de la literatura, sí el de “Titanes en el ring”) y me
puse doblemente feliz. Recuerdo que después de ese vinieron Don Quijote (formé
la parejita) y Rubén Peucelle. Cuando salí del colegio me estaban esperando los
dos. Inolvidables sus sonrisas. Me abracé a ellos y me llevaron a tomar la
leche con medialunas.
Durante cinco años fui al colegio La Salle. Era un privado y
mis viejos gastaron mucha plata en una educación que creían ideal. A mí no me
convencía. Pero hoy reconozco que salvo por toda esa cosa religiosa excesiva,
me sirvió muchísimo. Sobre todo para observar a la gente.
¿Sabés qué otra cosa también me marcó Fina? Los años
setenta. Un día en casa lloraron mucho. Había muerto “el Padre Mugica”, alguien
a quien escuchaba nombrar siempre. Era un cura villero, que no se sometía a las
reglas de la Iglesia Católica como institución y luchaba por los pobres. Lo mataron.
Al poco tiempo, Fina esperaba cada noche a que mi hermana regrese porque, según
me contaba, “la gente desaparecía”. Se sentaba en el piso, en un rincón del
balcón de nuestra casa, me abrazaba con ella y nos tapábamos con un poncho
hasta que veíamos llegar a María Elena. Ahí corríamos a la cama para que ella
no se diera cuenta de que la espiábamos.
Desapareció Rauli, “primo postizo”, hijo de los mejores amigos
de mis viejos. Yo escuchaba atentamente toda la historia y cómo se
desarrollaban los acontecimientos. Lo comenté en el colegio, en el La Salle.
Llamaron a mis padres para hablar del asunto. Así como acompañaba a Fina a
hacer las compras, también la acompañaba a las organizaciones de derechos
humanos y a los tribunales para pedir por la aparición de Rauli. Recuerdo muy
bien una visita que hicimos a un edificio situado en la esquina de Callao y
Corrientes, sobre el bar La Ópera. No recuerdo el piso, pero creo que era
segundo o tercero. Ahí se recibían las denuncias por desapariciones y
secuestros. La gente lloraba, hablaba en voz alta, corría de un lado a otro. Mi
mamá contaba el asunto de Rauli: un aparente tiroteo (con balas desde afuera
nada más) a la fábrica donde él trabajaba y su desaparición. Otro hombre le
contó que unos tipos vestidos de milicos entraron a su casa y lo subieron a un
camión a los empujones a él, a su mujer y a su hija, que estaba ahí al lado mío
y tenía mi misma edad. “A ella le pisaron la cara”, contaba él. La chica tenía
la mitad de la cara morada y me miraba fijo. Era medio rubia. Nunca me la voy a
olvidar. Lloré mucho. Le pedí a Fina que
salgamos de ahí porque tenía miedo de que la maten. Comencé a sentir la sensación
de lo que podría ser la vida sin la persona que te protege con su propia vida.
Soñaba que la perdía y me despertaba llorando desconsoladamente. Siempre pensé
que el dolor más grande de mi vida sería perderla.
Así las cosas, me explicaron bien lo que ocurría en el país,
lo que significaba un pañuelo blanco, la importancia de un movimiento social, y
sobre todo, el poder del miedo. Tuvimos miedo.
Pero tanto Fina como Raúl siempre se las ingeniaron para
hacerme pasar una niñez hermosísima y fomentando mis caprichos freaks. Siempre
tenía libros a mano, lápices de colores, papeles para dibujar, muñequitos en
miniatura para crear mundos mágicos, los autitos más veloces del universo, tiempo
libre, abrazos, besos…
Otra que te cuento. Momento económico difícil, se acerca mi
cumpleaños y escucho que ella se lamenta por no poder hacerme una linda fiesta.
Al día siguiente no sé con qué había soñado que se fue a jugarle a la quiniela
y pudo regalarme mi fiesta de cumpleaños. Cuando terminó la fiesta y le dije “gracias”,
me abrazó y lloró. Nunca me voy a olvidar de eso.
No quiero pensar en los últimos tiempos, en los que ella sabía
muy bien que partiría en busca de su príncipe perdido. Las madres no deberían
morirse nunca, por lo tanto, el proceso de su post muerte es como una
universidad, lleva años de carrera y superación.
Tal vez más adelante pueda seguir contándote cosas de mi
madre. No me resulta fácil. Porque cada vez que la pienso siento su aroma, la
textura de su piel, sus manos, sus besos (siempre daba tres), su sonrisa, su
risa, su buen humor, su malhumor, sus bondades inmensas, sus miserias humanas, su
tos, su caminar, sus gustos, sus caprichos, sus testarudeces, su voz compasiva,
su voz severa, su voz feliz, su voz triste, sus pecas, su pelo… ¿Sabés por qué
me ocurre eso? No, no sólo es el amor. Es que soy parte de ella, salí de ella,
por milagro. Está en mí. Y, como dijo mi amiga: “Fina te hacía sentir único en
el mundo”.