jueves, 5 de noviembre de 2015

FINA GORLERO, TRES AÑOS DE SU PARTIDA



Le gustaba escuchar “Lunita tucumana”, sobre todo por la “Negra” Sosa. Se emocionaba cuando escuchaba a Piaf cantar “Non je ne regrette rien”. Si “La canción del jacarandá” acariciaba sus oídos sonreía. Y “A Rianxeira” tocada en gaita la hacía hablar como un loro. Es lo que la música provocaba en Fina Gorlero… Bah… ese era su apellido prestado, tal como decía. Josefina del Valle Giménez de Gorlero. Del Valle es nombre, no apellido. Pocos lo llevan así.
Fue difícil escribir sobre mi mamá. Ya se cumplen tres años de su desaparición física y es muy fuerte pensar en escribir algo sobre ella sin ella. Porque Fina… le decíamos Fina… es histórica. Es de esas presencias que quedarán marcadas en la vida de muchas personas. No sólo en la mía. No sólo por su personalidad, potente, presencial, sino porque supo tocar el alma de la gente. En forma particular, exclusiva, individual. Una amiga que la vio una sola vez me dijo: “¿Cómo no voy a recordar a tu mamá? Si al hablar con ella te hacía sentir única en el mundo”. La definió con sabiduría libertaria, con sensibilidad independentista. Así era mi mamá. Imaginate si eso causaba en los demás, lo que hacía con nosotros cada día, cada hora, cada minuto. Encontré una carta que le hice cuando tenía 10 años. Era como una tarjeta, hecha con plasticolas de colores, con un corazón, la caricatura de ella y una leyenda que decía: “Amor es lo más lindo que pusiste en mi vida”. Es que tendría tanto para contarte de mi mamá.
Ella no tuvo una vida fácil. Siempre recordó su niñez con una felicidad indescriptible. Contaba que era la mimada de su papá –español, guapo, bueno, rubio, tal como lo describía- y que vivía en el campo, en la provincia de Tucumán, entre animales de granja y una dulce vida agreste. Era pelirroja, usaba trenzas y tenía una cara de pícara increíble. Eso lo pude ver en una foto que guardaba como un gran tesoro. Una vez. Sólo una vez se animó a mostrármela. “Parecés Heidi”, le dije. Lloró mucho cuando perdió esa foto. Le robaron la billetera donde la tenía guardada. Era el único recuerdo vivo que tenía de su niñez. Infeliz el que lo hizo. Si supiera… Siempre contó que le tenía pánico a las ranas porque una vez se trepó a una higuera para cortar brevas y se topó en una rama con un batracio arborícola. Tanto asco le dio que se cayó y se clavó una estaca en la pierna. De grande conservaba aún las marcas. Eran tres, las recuerdo. Les tenía pánico a los reptiles y a los anfibios. Contaba que su papá la consentía y que sentía un amor especial por ella. Pocas veces  hablaba de su madre. Siempre de su padre. Tenía nueve años cuando su papá murió, de un infarto, joven. Siempre lo lloró. Bastaba mencionarlo para que ella se emocione. Afirmaba haberlo visto varias veces, a sus pies, en la cama, cuidándola. Era su ángel. Siempre se lo agradecí. Se llamaba José.
A partir de su muerte, todo fue pesadilla para Josefinita. Es poco lo que sabemos de lo ocurrido desde entonces. No contaba demasiado. Fuimos reconstruyendo la historia de a poco. La familia del padre echó a los tiros de la propiedad a su esposa y a sus tres hijas. La mujer se quedó con la más chiquita y entregó a las otras dos a distintos familiares para que las criaran. Respetaremos parte de ese silencio. Pero a partir de ese momento, Fina vivió una pesadilla que duró nueve años. Apenas cumplió la mayoría de edad, pudo escapar hacia la libertad. Esa libertad que ella amó siempre.
Fina podría haber sostenido su vida con las estacas del resentimiento, pero no fue así. Su padecer se volvió sabiduría. De adolescente, tomó su bicicleta y se lanzó a toda velocidad hacia la vida. “Pedaleaba y pedaleaba sin parar, sin medir el peligro, iba lo más rápido posible, incluso en una sola rueda. Y el viento en la cara era una caricia”, me contaba. Me la podía imaginar. Con esos pelos largos, bien rojos y enrulados, al viento. Quería volar. Se ganó la vida sola. Como buena obrera textil, amó a Evita. Fue su referente. Allí, en la fábrica, conoció a Angelita Barbagallo (“La Tana” o “Lila”), su mejor amiga. Ella le presentó al hijo de la dueña de la pensión donde vivía, en la calle Talcahuano, entre Corrientes y Lavalle. Era un tipo de buena estatura, buenazo, delgado, con bigote y una sonrisa que podía desarmar un astillero. Él quedó fascinado con esa piba joven, rubia (odiaba su color natural y apenas pudo se tiñó el cabello) y menudita, pero con una figura impactante. La invitó a salir. Ella se hizo la interesante, pero aceptó. Cuando llegó al encuentro de semejante caballero sintió que el castillo se derrumbaba por la catapulta del mal gusto. Raúl le estaba esperando con sombrero fedora, corbata, medias escocesas y un traje a cuadros. “Yo no puedo salir con este hombre”, fue lo primero que pensó. Pero la dulzura y la simpleza del muchacho le hicieron olvidar el mal trago estético. Se lo quedó. Eso sí, no se contuvo y le dijo: “Por favor, no uses nunca más ese traje a cuadros”.
Estuvieron un tiempo de novios y, finalmente, el 6 de marzo de 1952 se casaron por civil, y el 8 del mismo mes, por iglesia. Fue una ceremonia a todo trapo. Como solía hacerse en esa época. La mamá de Raúl, Maruja, gastó fortunas en esa fiesta. Y eso que era una gallega que vivía al día, de regentear con templanza su pensión ahí en pleno centro. Raúl era un príncipe, y Fina una princesa. Una auténtica princesa, con su vestido blanco largo, con cortejo y carroza incluida. La ceremonia fue en la basílica de San Nicolás de Bari, en Santa Fe y Talcahuano. El momento quedó inmortalizado en una grabación que hoy en día se conserva en varios discos de pasta.
Por aquel entonces, la vida de Fina cambió radicalmente. No había que luchar tanto. Había que sostener una familia. Eso sí, con la suegra y su mandato matriarcal celtíbero en casa. Al poco tiempo llegó María Elena, nueva princesa a la conquista inmediata de la casa. La reina madre (la abuela Maruja) la arrulló permanentemente bajó su égida. Hubo varios intentos por agrandar la familia, pero fracasaron. Algo impedía que Fina y Raúl pudieran darle hermanos a María Elena.
Pasaron 13 años y Fina volvió a quedar embarazada. Había mucho miedo. El último embarazo dejó la ilusión de dos mellizas que no pudieron nacer. Fina fue cuidada entre algodones, con una panza que no crecía, hasta que un obstetra le dijo lo peor: su bebé estaba muerto. Ella nunca lo creyó y lo negó furiosamente. “Está vivo, lo siento”, repitió siempre. Se negó a tomar las pastillas que le daban para abortar, las escondía y no las tomaba. Todos pensaron que estaba loca. Maruja, que la quería como a una hija, sufrió muchísimo y en el séptimo mes de embarazo sufrió un infarto que terminó con su vida. María Elena nunca pudo superar la muerte de su amada abuela. “La chica del tapadito” –tal como la describió alguna vez un empleado del cementerio de la Chacarita- iba todos los meses a dejarle flores a su abuela.
En una de sus visitas al médico, Fina se las ingenió por conocer a quien sería su partera (maldigo no acordarme su nombre). “Mi hijo está vivo, creeme”, le aseguró. La partera le creyó. Le hizo prometer que estaría presente el día del nacimiento, para resguardar esa vida. Cuando comenzaron las primeras contracciones, la noche del 14 de octubre de 1966, Fina se comunicó con ella y le avisó que iría hacia la clínica. Había una tormenta atroz. Parecía que el bebé iba a nacer en el ascensor. Estaba apurado. Ambas mujeres se encontraron en aquella clínica de la calle Arcos y José Hernández, y tras pujar dentro de lo normal, Fina dio a luz a un bebé vivo. Ella lo escuchó y sonrió. Luego, la partera, su cómplice se lo confirmaría: “Fina, es Pablo… ¡Nació Pablo! Tenías razón”, le dijo con lágrimas en los ojos. Los médicos nunca más dieron la cara.
Me llamo Pablo gracias a mi hermana. Mi mamá me quería poner Facundo, pero María Elena dijo que tenía que ser Pablo. Por suerte la escucharon. Así fue que nací cuando se suponía que no tenía que nacer, berreando con la boca bien abierta.
Me dijeron siempre que era un atorrante de chiquito. Que me gustaba hablar con todo el mundo, que me perdía porque me quedaba charlando con los camioneros que paraban en la 9 de Julio, con las coperas del “15 caras bonitas 15 “, cabarulo situado en el mismo edificio donde vivíamos o con los hippies que se alojaban en nuestra pensión. Después me volví tímido, muy sensible y bastante inseguro.  Mi tío Paco decía que “me estropee”. Mamá me dejaba mucho al cuidado de Lila (Angelita), su mejor amiga, que vivía con nosotros. Solía reservarse los mimos. Siempre dijeron que yo era muy cariñoso. Debe haber sido así porque me daba cuenta de que Lila y Fina se tenían celos por los mimos. Lila era como mi abuela. La adoraba. Hace años que no hablaba de ella. La pasión por el cine y el teatro también fue gracias a ella, que me llevaba a ver las obras del San Martín (todavía tengo imágenes de La Jirafita azul). Fina y Raúl solían llevarme más al cine. Casi siempre al Los Ángeles (donde sólo daban películas de Walt Disney) y al Real (ahora playa de estacionamiento en la misma cuadra que el Maipo). Las secciones eran continuadas. Por lo tanto, a veces se iban y me dejaban allí, para ir a buscarme más tarde. Yo no tenía problemas en volver a ver una película dos o tres veces. A Raúl le fascinaban los cortos animados, porque eran los mismos que había visto él de chico, entonces los podía comentar. Salíamos del cine Real, me llevaba a comer un tostado con una sevenap y describía uno a uno los cortos de Tom & Jerry, el Correcaminos, Mickey Mouse o Popeye, entre muchos otros. Cuando se sumaba Fina, a veces íbamos a la Jockey (que estaba en Cerrito y Sarmiento). Ellos tomaban un copetín y pedían una superpicada. Me dejaban los caracoles para mí. Recuerdo que mamá se sonrojaba cuando papá le regalaba algo de Lion d’Or. “Es un caballero -me decía-. Vos tenés que ser así cuando seas grande. Es hermoso regalar, pero no regalar cualquier cosa: el regalo hay que pensarlo, la recompensa es la felicidad del otro”.
Siempre se esforzaron por darme con los gustos, tratando de evitar convertirme en un chico malcriado. Yo sabía muy bien que había que esperar a fin de mes para manguear algo. Durante el mes no se podía, había que esperar a que ellos te den una sorpresa. Tenía cinco años y mi personaje favorito por aquel entonces era el Topo Gigio. Yo lo amaba. Había una juguetería en Corrientes y Talcahuano que para mí era el paraíso. Si habré pasado minutos de mi vida observando juguetes. Un día vi que estaban el Topo Gigio… ¡y toda su familia! Era una colección de Yoly-Bel. Estaban Gigio, su novia Rosita, sus hermanitos, sus padres, su abuela y el tío. Los pedí para el Día del Niño. Esa noche, mis viejos me llevaron a dormir y se quedaron en la cocina con unos amigos (podían quedarse horas divirtiéndose). Me desperté en mitad de la noche y vi una caja enorme con moño y todo sobre la estufa. No me contuve y la abrí. Era toda la familia del Topo Gigio. Me acuerdo la escena perfectamente. Lo recuerdo como un momento de extrema felicidad. Quería volver a dormirme con todos ellos, pero no entraban en mi cama. Así que corrí a la habitación de mis viejos y me metí en la cama con cada uno de los topos a lo ancho, cada uno tapadito hasta el cuello para que no tengan frío. Amanecí entre Fina y Raúl, con todos los topos amontonados entre nosotros. Luego, el café con leche en la camita viendo los dibujitos de “El gordo y el flaco”. A las 19, vimos juntos también en la cama, las locuras de Karadagián y el payaso Pepino en “Titanes en el ring”. Compartir. Eso me quedaría para siempre.
A Fina le hubiera gustado mucho volver a estudiar. Pero no se animó. También le hubiera gustado mucho aprender a tocar algún instrumento, pero tampoco se animó. Le hubiera gustado escribir, lo hacía muy bien, pero no confiaba en sí misma y odiaba ver su caligrafía y alguna que otra falta de ortografía. Por eso tal vez nos incentivó siempre a leer desde muy chicos, a escuchar música… y sin querer, hacía evolucionar nuestra sensibilidad. Hizo que María Elena se reciba de profesora de piano y algo así quería conmigo. A Fina le gustaba mucho el folklore. Debe ser por eso que me compró una guitarra (¿por qué no se la habrá comprado para ella, me pregunté siempre?). Me llevó a estudiar con un profesor que durante todo el año me hizo tocar cuatro temas: “Zamba de mi esperanza”, “Lunita tucumana”, “Cuando salí de Cuba”, “Añoranzas”… y pretendía que toque la “Zamba de Vargas”, que era dificilísima. Un día, volví serio a casa y le dije: “Mamá, esto no es para mí. No me gusta. Me cuesta mucho. No quiero ir más”. Me hizo caso. Igual me pedía que le toque alguno de esos temas, aunque los tocara mal, los tarareaba y me ponía cara de estar frente al mismísimo Paco de Lucía.
En el momento de “egresar” del Preescolar se habló en casa sobre a qué colegio me tendrían que llevar. Una maestra botona les dijo a mis viejos que era “conveniente” que me lleven a un colegio sólo de varones porque tenía tendencia a jugar con las nenas. Una visionaria. Así fue que me llevaron al La Salle. Católico, apostólico, romano, facho. Mal no la pasé. Pero siempre supe que no era mi lugar. Yo era algo así como el “pobrecito” frente a todos los ricachones de mis compañeros que, en su mayoría, ya habían viajado alguna vez a Disneylandia (yo miraba los cupones de concurso de Pan Am en la “Anteojito”).
La previa al primer día de clases fue una tarea compartida entre los tres (mis viejos y yo). Me llevaron a un lugar a probarme el blazer azul con el escudito del colegio. Me quisieron comprar una corbata preciosa pero yo quería un corbatín, de esos que tenían elástico, porque sabía que nunca iba a aprender a hacerme el nudo. Lo peor fue cuando Fina quiso comprarme la camisa de marca, los zapatitos de marca y el pantalón de marca. Con los zapatos no hubo historia. Los compramos en Delgado (Florida y Corrientes). Pero el pantalón ese gris… uf… pinchudo como pocos. Lo odiaba. Lo mismo que la camisa esa, dura de almidón. Lo más divertido fue la compra de útiles escolares. De eso nos encargamos con papá. Lo mejor fue el maletín Primicia, con llave y todo. Me acuerdo que el primer día de clases hacía calor. Antes de salir para el colegio, nos sacamos fotos en casa. Yo estaba re-contento. Luego, antes de entrar al colegio, en el kiosco de al lado, me compraron un chocolatín Jack. Me salió Sancho Panza (no el de la literatura, sí el de “Titanes en el ring”) y me puse doblemente feliz. Recuerdo que después de ese vinieron Don Quijote (formé la parejita) y Rubén Peucelle. Cuando salí del colegio me estaban esperando los dos. Inolvidables sus sonrisas. Me abracé a ellos y me llevaron a tomar la leche con medialunas.
Durante cinco años fui al colegio La Salle. Era un privado y mis viejos gastaron mucha plata en una educación que creían ideal. A mí no me convencía. Pero hoy reconozco que salvo por toda esa cosa religiosa excesiva, me sirvió muchísimo. Sobre todo para observar a la gente.
¿Sabés qué otra cosa también me marcó Fina? Los años setenta. Un día en casa lloraron mucho. Había muerto “el Padre Mugica”, alguien a quien escuchaba nombrar siempre. Era un cura villero, que no se sometía a las reglas de la Iglesia Católica como institución y luchaba por los pobres. Lo mataron. Al poco tiempo, Fina esperaba cada noche a que mi hermana regrese porque, según me contaba, “la gente desaparecía”. Se sentaba en el piso, en un rincón del balcón de nuestra casa, me abrazaba con ella y nos tapábamos con un poncho hasta que veíamos llegar a María Elena. Ahí corríamos a la cama para que ella no se diera cuenta de que la espiábamos.
Desapareció Rauli, “primo postizo”, hijo de los mejores amigos de mis viejos. Yo escuchaba atentamente toda la historia y cómo se desarrollaban los acontecimientos. Lo comenté en el colegio, en el La Salle. Llamaron a mis padres para hablar del asunto. Así como acompañaba a Fina a hacer las compras, también la acompañaba a las organizaciones de derechos humanos y a los tribunales para pedir por la aparición de Rauli. Recuerdo muy bien una visita que hicimos a un edificio situado en la esquina de Callao y Corrientes, sobre el bar La Ópera. No recuerdo el piso, pero creo que era segundo o tercero. Ahí se recibían las denuncias por desapariciones y secuestros. La gente lloraba, hablaba en voz alta, corría de un lado a otro. Mi mamá contaba el asunto de Rauli: un aparente tiroteo (con balas desde afuera nada más) a la fábrica donde él trabajaba y su desaparición. Otro hombre le contó que unos tipos vestidos de milicos entraron a su casa y lo subieron a un camión a los empujones a él, a su mujer y a su hija, que estaba ahí al lado mío y tenía mi misma edad. “A ella le pisaron la cara”, contaba él. La chica tenía la mitad de la cara morada y me miraba fijo. Era medio rubia. Nunca me la voy a olvidar. Lloré mucho.  Le pedí a Fina que salgamos de ahí porque tenía miedo de que la maten. Comencé a sentir la sensación de lo que podría ser la vida sin la persona que te protege con su propia vida. Soñaba que la perdía y me despertaba llorando desconsoladamente. Siempre pensé que el dolor más grande de mi vida sería perderla.
Así las cosas, me explicaron bien lo que ocurría en el país, lo que significaba un pañuelo blanco, la importancia de un movimiento social, y sobre todo, el poder del miedo. Tuvimos miedo.
Pero tanto Fina como Raúl siempre se las ingeniaron para hacerme pasar una niñez hermosísima y fomentando mis caprichos freaks. Siempre tenía libros a mano, lápices de colores, papeles para dibujar, muñequitos en miniatura para crear mundos mágicos, los autitos más veloces del universo, tiempo libre, abrazos, besos…
Otra que te cuento. Momento económico difícil, se acerca mi cumpleaños y escucho que ella se lamenta por no poder hacerme una linda fiesta. Al día siguiente no sé con qué había soñado que se fue a jugarle a la quiniela y pudo regalarme mi fiesta de cumpleaños. Cuando terminó la fiesta y le dije “gracias”, me abrazó y lloró. Nunca me voy a olvidar de eso.
No quiero pensar en los últimos tiempos, en los que ella sabía muy bien que partiría en busca de su príncipe perdido. Las madres no deberían morirse nunca, por lo tanto, el proceso de su post muerte es como una universidad, lleva años de carrera y superación.
Tal vez más adelante pueda seguir contándote cosas de mi madre. No me resulta fácil. Porque cada vez que la pienso siento su aroma, la textura de su piel, sus manos, sus besos (siempre daba tres), su sonrisa, su risa, su buen humor, su malhumor, sus bondades inmensas, sus miserias humanas, su tos, su caminar, sus gustos, sus caprichos, sus testarudeces, su voz compasiva, su voz severa, su voz feliz, su voz triste, sus pecas, su pelo… ¿Sabés por qué me ocurre eso? No, no sólo es el amor. Es que soy parte de ella, salí de ella, por milagro. Está en mí. Y, como dijo mi amiga: “Fina te hacía sentir único en el mundo”.

sábado, 24 de enero de 2015

"Francisco, un señor perro"

Nota publicada en el blog de Moira Soto: "Damiselas en apuros"
(click para entrar al link)

Algo me pasó siempre con sus ojos. Podía quedarme minutos, horas contemplándolos fijamente. Dialogando en una forma de comunicación única, de alma, espiritual. Lo que conversábamos no era con palabras, era un lenguaje que trasciende los significados, que transporta, hermana. Siempre me ocurrió eso. Sabía que era un misterio, pero me gustaba. Me sentía exclusivo, capaz de compartir secretos con otros seres que no suelen comunicarse así con las personas. O por lo menos, eso sentía yo. Por eso mis continuas visitas al zoológico, donde podía permanecer desde que abrían hasta que cerraban y conocer una a una a casi todas las especies que allí permanecían encerradas. Por eso mis horas de distracción en las tiendas de mascotas, en la plaza observando los árboles o en el campo, a la espera de algún desprevenido corredor nocturno.

Mi amor por los animales comenzó así, desde muy pequeño; y se consolidó cuando conocí a Francisco. Fue de grande, de bastante grande. Acudí a la desaparecida MAPA (Movimiento Argentino de Protección al Animal) a buscar un cachorrito. Quería criarlo, jugar al papá. Apenas entré al lugar, todos, absolutamente todos, perros y gatos, comenzaron a hacer fiesta y monerías en sus caniles y jaulas. Como me ufano de conocerlos perfectamente por esa comunicación silenciosa que sostenía con todos ellos desde chico, supe que pedían adopción. Pero había unos pocos perros atados a las patas de las jaulas, los más grandes. Uno de tamaño mediano y pelaje holando argentino se incorporó en dos patas, me agarró el brazo con sus dos patitas delanteras y me miró fijo. Supe que sonreía. Le hablé. Pero con palabras. Comenzó a lamerme la cara sin parar. Me incorporé, él se quedó observándome en sus cuatro patas. Fijo nuevamente, pero en forma vivaz. Sé que sonrió otra vez. Le devolví la sonrisa y, esta vez, le hablé con la mirada. Pegó unos saltos increíbles, hasta donde daba el largo de su cadena. Parecía un delfín. Lo supo: estaba decidido. Alguien de ahí le dijo: “¿Te vas, Francisco?”. Me gustó su nombre. Pero antes de firmar los papeles de adopción, volví a agacharme, le tomé la carita y le conté que esa relación sería para siempre. Comenzaba un compromiso que duraría el resto de la vida. Yo cuidaría de él, él de mí. Francisco se vino a casa. “Amigos para toda la vida”, le dije.

No me cansaré de afirmar que la vida sin un perro es un error. Los animales son mágicos. Hace muy poco fui a ver una obra bellísima que se llama Iván y los perros (dirigida por Mariano Stolkiner, interpretada por Emiliano Dionisi). Lloré sin parar. Con ese llanto silencioso, de lágrimas solitarias. Hablaba de cómo esas criaturas especiales salvaban la vida de un chico; de cómo ese chico no podía concebir su vida sin ellos; de la maldad del hombre en contraposición con la bondad infinita del animal. Recordé todo lo que aprendí de Francisco. Mucho más de lo que aprendí de los seres humanos. Además de un hermano, de un amigo, fue un maestro. Cualquier ser humano o cualquier libro podrían explicar qué es la bondad, la lealtad sin límites, la paciencia sin condiciones. Pero ningún ser humano o ningún libro podrían demostrarte la bondad, la lealtad o la paciencia en las dimensiones en las que puede enseñarlas un perro: silenciosamente, suavemente, afectuosamente. Sabiduría acarreada a través de los siglos tal vez.

Te cuento un par de cosas sobre Francisco. Una vez que le pude enseñar a andar suelto (la castración hizo que su instinto canino no lo llevara de las narices detrás de ninguna damisela), dejé que me acompañara a todos lados. En cada lugar donde vivimos siempre dijeron que éramos inseparables. Orgulloso de ser “el muchacho del perro”. Orgulloso de que cada barrio en el que vivimos supiera que el perro-vaca se llamaba Francisco y era macanudo. “Sos un señor perro”, le dijo una vez un vecino, mientras se daban la mano. Siempre fue licenciado en relaciones públicas. Anfitrión perfecto, conocía a cada uno de mis amigos o familiares y siempre recibía a todos del mejor modo. Excepto cuando, en la calle, se dio cuenta de que un tipo tenía malas intenciones. Nunca lo vi tan amenazante. Prácticamente los dos elegimos a la persona que queríamos que acompañe nuestras vidas. Fue un amor tripartito. Una confirmación de haber elegido bien. Fuimos tres que hacíamos uno. Francisco amó todo lo que yo amaba. Mis padres, por ejemplo. Cuando murió mi papá, una amiga lo trajo al velatorio. Entró con la cola entre las patas. No saludó a todo el mundo, como solía hacerlo. Sólo fue a lamerle las lágrimas a mi madre. Se paró en dos patas en el ataúd, observó y se quedó un rato muy largo debajo de él, moviéndose sólo para asegurarse de que nosotros estuviéramos bien.


Mi perro vivió 16 años, tal vez la mejor etapa de mi vida. Hemos compartido infinidad de cosas, hemos bebido de la misma vida. Fue feliz, envejeció amado y hoy, sin dudas, estará corriendo a ras del suelo, en círculos, a toda velocidad, como solía hacer cuando se topaba con muchos metros de pasto y naturaleza. Francisco ahora conquista alturas inalcanzables. Hoy lo extraño tanto, pero siento que está en mí. Ahora es ángel y, día a día, me recuerda que ese contrato mirada con mirada en el que le dije: “Amigos para siempre”, significa “Eternidad”. Hoy confirmo que no estaba tan errado cuando era chiquito. Podía hablar con los animales, alma con alma. Con un perro, te aseguro, es casi como abrazar a Dios. Porque si existe, habita la mirada de los perros. No te pierdas esa posibilidad.