jueves, 17 de febrero de 2011

Raúl Domingo Gorlero



Mi viejo nació hace 89 años, un 17 de julio, en un Buenos Aires joven, reluciente y pretencioso. Era del Centro. Primero en la calle San José, luego a Talcahuano y Corrientes. Sus zapatos guillermina corrieron detrás de pelotas de trapo por los empedrados que circundaban a las plazas Lavalle y de los Dos Congresos. Era hijo de Maruja, una inmigrante gallega, muy gallega, de una pequeña aldea llamada Fene. De esas gallegas luchadoras que, con esfuerzo, logró regentear un pequeño hotelito. Raúl, su padre, pertenecía a la aristocracia porteña, hijo de inmigrantes genoveses. Primero un transgresor enamorado que se atrevió a casarse con la gallega pobre; luego, un cobarde que huyó bajo las faldas de los dictámenes familiares. Pero mi abuela se las arregló y lo crió sola. Como buena gallega fuerte.
Así creció mi viejo, primero de pupilo en un colegio hasta que su madre pudo abrazar un pasar económico estable; luego, como un buen estudiante del Otto Krause, amante de la química industrial, actividad en la que se desarrolló luego. Mamó de chico la sencillez y no pensaba demasiado lo que iba a decir. A veces la embarraba, otras veces esos decires tenían una dulzura inocente, instintiva. Asi, en 1952, conquistó a Fina, una tucumana hermosísima, algunos cuantos años menor que él. Aunque en su primera cita se presentara con un traje a rayas, un sombrero y unos zapatos que no combinaban. Y lógico, la flor en el ojal. A ella le gustó su simpatía, su sonrisa... e imaginó esa presencia de galán de barrio en un traje más "ubicado".
Era un caballero. La cercanía con los teatros, los cines y todos esos sitios que hacían de Buenos Aires una París moderna lo impulsaban a llegar siempre a su casa con dos entradas en la mano. Podía aparecerse con flores o una caja de marrón glacé. Luego, de riguroso traje, llevaba a Fina a tomar un copetín a la Jockey, a la Richmond o al Chantecler. Esos copetines de antes, con unos veinte platitos que podían contener desde caracoles hasta papas fritas. Luego, al cine o al teatro. Y, finalmente, a cenar… y si era posible, con orquesta típica.
Una vida linda. Se casaron y tuvieron una hija, María Elena, mimada por sus padres y su abuela. Se agregaba un integrante a la familia, pero los rituales seguían siendo los mismos. Para quienes lo conocieron, Raúl era el tipo más generoso del mundo. Tanto que a veces se gastaba buena parte de su sueldo en regalos y, parte del mes, había que restringirse al máximo.
Aunque quisieron tener unos cuantos hijos más, no pudieron. Pasó el tiempo, unos 13 años del nacimiento de María Elena, y llegué yo. Así por milagro. El año en que Raúl tuvo la pena más grande de su vida: la pérdida de su amada madre.
Allí su pelo se volvió blanco. Así lo conocí siempre.
Viajaba mucho. Por eso aprendí las ventajas y las desventajas del “extrañar”. Cada regreso era de una felicidad indescriptible. Quería estar todo el tiempo con él. En cada regreso, un libro. Por eso, a fuerza de voluntad, me hizo aprender a leer y a escribir a los 5 años. Recuerdo que estaba con él y mi madre, en la mesa de la nuestra cocina, cuando escribí mi primera palabra: “Celusal”. Claro, fue por copiar la marca de la sal de mesa, pero a partir de ahí, él mismo me ayudó a comprender el abecedario.
Cada vez que regresaba del trabajo me traía una golosina y, casi siempre, era un chocolatín Jack. A él le encantaban las sorpresas. Entonces, cada tanto, me desconcertaba y traía algo distinto.
Tengo un día imborrable. A los cuatro años, yo estaba en nuestra cocina con Fina y él llegó del trabajo, con esa sonrisa enorme y esos dientes “conejito” que lo hacían adorable. Me entregó un paquete en papel madera, mucho más grande que mis manitos. Lo toqué con cuidado y su forma era irregular. No lo rompí enseguida (una de las virtudes que adquirí de mi viejo fue desconocer la ansiedad). “¿Qué es?”, le pregunté con mi vocecita de pito. “Rompelo”, me dijo. Ahí fue cuando clavé mis dedos en el paquete de papel madera y, de él, cayeron decenas de muñequitos de cada uno de los personajes de Walt Disney. Se tomó el trabajo de comprarlos a todos. Desde Mickey, Minnie y Donald, hasta el Capitán Garfio, Bambi y Tambor (mi favorito). Eran decenas. Jugué con ellos por siempre. Conservo aún algunos. Fue el regalo más lindo que me hicieron en mi vida.
A veces jugábamos a los bolos en el largo pasillo de casa; o me llevaba a andar en patines o en bicicleta a Palermo (en la “nueva” línea D de subte). Pero no era muy de sentarse al piso a jugar conmigo. Él se preocupaba por que tuviera todo lo que me hiciera feliz y me sirva para desarrollar mi imaginación y mi educación. Si veía que se me terminaban los crayones o los lápices de colores, ahí iba por más. Asimismo era el proveedor constante de hojas en blanco para que pueda escribir o hacer mis cientos de dibujos diarios.

Afiligido por mi amor a los animales y la imposibilidad de tener un perro o gato porque mi vieja no quería, me trajo a Nicky, mi primera mascota: un conejo. Ese mismo año, en el jardín, tenía que actuar de conejo. Yo quería ser un conejo verde y mis padres me dieron con el gusto. Fui un conejo verde. Lógicamente, mis compañeritos (todos impecables conejos blancos) se rieron de mí. Incluso algunas de sus madres. Mi viejo me dijo: "No te preocupes. Eras el conejo más lindo. Todos los demás, eran iguales".
Fue el gran “acompañador”. Siempre de la mano, al colegio, al club, a natación, a guitarra, a la plaza, al teatro… ¡al Luna Park! Sobre sus hombros, en el gallinero del Luna, vi la pelea entre La Momia y Karadagián, en 1972. Él hizo que mi amor por el teatro crezca más y más. “La jirafita azul”, en el San Martín… los títeres de Mané Bernardo y Sarah Bianchi…
Te llevaba caminando a todos lados. Le encantaba caminar cuadras y cuadras. A mí me encantaba hacer trámites con él por todos lados. Salíamos de hacer uno y yo le preguntaba: “¿Y ahora a dónde vamos?”. Y seguíamos nuestro rumbo. Me sentía importante haciendo trámites. Y más importante cuando me llevaba al trabajo (ese bello palacio de Obras Sanitarias, de la avenida Córdoba) y me convertía en la atracción, en “el hijo de Gorlero”.

Había algo de él que me avergonzaba. Cuando iba por la calle, cantaba. Pero cantaba en voz alta. Casi siempre, tangos, o alguna otra canción de su época. Sino, en casa, inventaba canciones. Uno decía una palabra y, de esa palabra, inventaba una canción y robaba alguna melodía. Le encantaba cantar. Cuando cocinaba cantaba, cuando preparaba esos desayunos que nos traía a la cama y cuando iba a hacer las compras. De chico me daba un poco de vergüenza pero, de inmediato, me engañaba y me sumaba a la causa. De pronto, nos encontrábamos los dos cantando alguna canción de María Elena Walsh. Hoy en día me parece tan lindo haber tenido un papá que cantaba por la calle en voz alta sin importarle qué decían los demás.
Odiaba su gusto por las películas de vaqueros, de romanos y musicales. Pero las veía todas, para hacerle compañía. También compartíamos juntos cada programa de Titanes en el ring o cada capítulo de Bonanza, Cumbres borrascosas y de El increíble Hulk, ahí desparramados en su cama. A veces, incluso, la hacíamos partícipe a mamá. Nos peleábamos por política. Él era militante peronista, yo era un sucio gorila que defendía a Lanusse, sólo para llevarle la contra.
Para mi viejo nada tenía sentido si no había justicia. Por eso recuerdo sus enojos y sus broncas cuando algunos de sus compañeros del sindicato se enriquecían con impunidad y él se obstinaba en seguir sus principios de igualdad. Ese desapego por el dinero muchas veces me enojó, pero otras me enorgulleció. Como cuando rechazó la herencia de su padre (que prácticamente había desaparecido de su vida) porque no quería tener ni un centavo de él. “Cuando lo necesitamos con mi madre, él desapareció”, decía.
Pocas veces lo vi llorar. Una de ellas fue cuando murió Perón y otras dos fueron cuando mi vieja y yo estuvimos enfermos.
Otro recuerdo imborrable: él y mi mamá muy bien vestidos y felices para acompañarme a mi primer día de clases, en primer grado. Allí estaba yo, también contagiado por el entusiasmo, con mi uniforme del colegio La Salle. Mi papá tenía en sus manos, su regalo: el maletín Primicia, con los mejores útiles escolares adentro. Y, lógicamente, un chocolatín Jack. Lo abrí y gran sorpresa: era Don Quijote. Pero no era una alegría literaria sino absolutamente frívola. Eso indicaba que la colección de Titanes en el Ring comenzaba a salir en el Jack. Mi viejo feliz también. Recuerdo muy bien esa foto: entrando al La Salle, por la calle Tucumán, y ellos saludándome en la puerta con un beso.

Le encantaban las celebraciones populares. De muy chico, me llevaba a las quemas de San Pedro y San Pablo, y a los corsos porteños. Las quemas a mi vieja le encantaban (luego dejaron de hacerse porque las consideraban peligrosas); pero odiaba el corso. “Cosa de negros”, decía. “Seremos negros entonces”, replicaba mi viejo. Y ahí emprendíamos nuestra divertida aventura de espuma y tamboriles nosotros solos, hasta llegar cansados y muertos de risa a casa para disfrutar de la comida que preparaba Fina.

No era el viejo amigo. No indagaba en tu vida. Pero acompañaba permanentemente. Ferviente amigo de mi perro y cuidador suyo cuando yo no estaba, era capaz de caminar cuadras y cuadras con él. Así como, en su vejez, estuvo siempre dispuesto a ayudar en trámites o cuestiones varias.
Mi viejo era un señor pelado, de cabello canoso, pintón, con un bigote que le daba una personalidad que imponía respeto… hasta que sonreía. Ahí era la imagen viva del tipo más bueno del mundo. Era el que abría la puerta de su casa a todos y que convertía en sobrinos a visitantes frecuentes o en hijos a los sobrinos que se quedaban en casa. La ley en casa era “igualdad”. Su ley era: si hay un pan, se puede partir en varios pedazos. Si tenemos un techo, puede guarecer a otros.
Él no conocía la maldad. No la entendía. Si alguien le hablaba mal de alguna persona, se quedaba callado, con cara de no comprender.

Raúl daba besos pero más le encantaba recibirlos. De viejo, ponía la cabeza o la cara y cerraba los ojos. Lo que le gustaba mucho a Raúl era tomarte la mano. Hasta lo hacía cuando ya éramos grandes. Ahora entiendo por qué. Esa sensación de protección permanece. Es imposible borrarte su mano de tu mano. Desde lo físico es el sello que nos dejó.
Desde lo interno… nosotros. Somos lo que hicieron Fina y Raúl. Por eso, aunque su risa enorme, sus ojitos tiernos y llenos de años y su andar rápido no estén ya al alcance de nuestra vista, habita nuestro cuerpo, nuestra alma.
No voy a ser melodramático, sólo quiero recordar algo maravilloso que vi en una obra de teatro (¡cómo enseñan los dramaturgos!). Era una infantil de Maeterlink, El pájaro azul, una obra que dirigía mi amiga Ana y en la que actuaban mis amigas Floria y Mónica. Allí, Floria y otro actor interpretaban a los abuelos de los chicos protagonistas. Los chicos andaban por un mundo de ensueño buscando al pájaro azul de la felicidad. Llegaban a un bosque, divisaban una cabaña y de ella salían sus abuelos. Los chicos saltaban de felicidad aunque uno de ellos les preguntó: “¿Pero ustedes no estaban…?”. La abuela no le dejó continuar la pregunta. Jugaron, cantaron, bailaron y se divirtieron hasta no dar más. Luego, la abuela les dijo que se tenían que ir, que ellos no eran de ahí…. Pero que podían visitarlos cuando quisieran para pasar un buen rato, y para eso sólo era necesario recordarlos con el corazón.