(de El águila bicéfala)
Por Antonio Gala
Dicen que la juventud es tu edad predilecta y dicen que la primavera es el tiempo en que sueles aparecer, Amor. Yo no puedo creerlo. Tu, que marcas el rumbo de las constalaciones y diriges hasta los más pequeños ritmos de la Tierra. Tú, que conduces a los perros por los delicados caminos del olfato y engarzas a las mariposas con larguísimos hilos invisibles. Tu que embelleces a cualquier criatura para seducir a otra y organizas imprevistos y suntuosos cortejos nupciales, no puedes restringirte a una sociedad ni a una hora. No es que seas el aliado del día o de la noche, de la luz, de la lluvia, de la carne y del alma de la carne: es que eres todo eso. La vida tiende a ti, levanta su oleaje atraído por ... igual que las mareas por la Luna, y tu cubicas sus caudales, aforas sus corrientes, mides sus resplandores, distribuyes sus verdes avenidas. Tu eres la fuerza de la fuerza, por ti reinan los reyes y besan los cautivos sus cadenas. Tu eres la mano que sostiene al mundo, y eres el mundo y sus ciegos sentidos. Tu dispones los granos del incienso de la felicidad y las charcas salobres de la pena. Sólo queda fuera de tu jurisdicción el tiempo inmóvil y vacío de la melancolía. Por eso yo no creo que tengas edades y estaciones preferidas. Tu, que utilizas caminos sorprendentes, una mirada, un libro, una canción, una manera de entrelazar los dedos. Tu, el águila bicéfala.
He empezado a escuchar los gritos del silencio. Hay momentos en los que dejo de respirar para oírlos mejor, y luego debo respirar más hondo para recuperarme. Un suspenso que vibra en torno mío pone su ala sobre mi boca si hablo, o sobre mi mano si es que estoy escribiendo, para indicarme que ha sonado la hora de prestar atención. Algo que echo de menos y no sé lo que es me desocupa del pasado, como si fuese sólo un punto de partida, y me empuja al futuro, ignorando también lo que será. Cargado con antiguos recuerdos que me han hecho el que soy, siento que sin querer salgo a la busca –a la espera, mejor- del remo nuevo. En el aire percibo tu presencia. No tu presencia aún, sino el aura de jilgueros, de ramas perezosas, de impacientes heraldos que siempre te preceden. Acaso no eres tu tus heraldos también? No quisiera engañarme, pero estoy presintiendo tu llegada, y no sé hacer nada más que mirar alrededor apasionadamente.
¿Desde dónde vendrás? ¿Descenderás la cuesta o subirás del río? ¿Es el Sur o es el Norte quien te envía? ¿Qué lenguaje hablarás? ¿Bajo qué amable rostro te encubrirás ahora? ¿Tendrás los labios gruesos de la primera vez, la nariz breve de la segunda, los ojos de mar claro de la siguiente, la sonrisa –que dominaba el furor y retenía la gloria- de la última? ¿Vendrás de golpe, como en cierta ocasión, igual que el rayo, o de puntillas, subrepticio así el día y la muerte, o quizá ya estás dentro de mí y salgas cualquier tarde riendo a carcajadas como un niño? ¿Qué estás haciendo ahora, mientras yo te echo en falta? ¿Me echas tu en falta a mí; en que trabajas, vacilas; sientes incompletas la noche y la mañana? Cuantas dudas hasta que surgas agitando la alegría lo mismo que un pañuelo.
Cuando llegues, Amor, tendrás que recibirme como soy, no como te imaginas. Tomarás mi libertad y me darás la tuya. Tomarás mi compromiso y me darás el tuyo. Empezaremos juntos nacer, pero no será posible desentenderse de los pesados lazos del recuerdo. Yo sé que tus facciones inauguran el mundo: procuraré que no se interpongan entre tu y yo facciones anteriores, la fresca y seca piel sobre la que dormí, las caricias a las que me acostumbré, los extremados cuerpos que asaltaron mi soledad un día, el deseo que jamás se agotaba y se agota... Tu que espoleas el tiempo, tendrás que darte prisa. Ten cuidado con él, porque cuando no estás transcurre en vano. Y se hará tarde, Amor, ya se hace tarde. Y como entonces, a la noche, podría ser examinado en ti?
O quizá no te fuiste. Jugaste al escondite y eres el mismo de siempre, que aparece y desaparece como en broma. Un prestidigitador que saca de su chistera un variado surtido de sorpresas. Quizás eres yo también. Yo, que alargo la mano (“Alargaba la mano y te tocaba. Te tocaba, rozaba tu frontera, el suave sitio donde tu terminas”) Si es así, no cambies más de cara ni de gesto. Quédate quieto aquí. Mirémonos a los ojos despacio: no más desastres, no más crímenes. No entres una vez más en saco en la ciudad que es tuya. Serénate, puesto que tienes mi edad, si es que eres yo. No cambies de sonrisa, ni de rasgados ojos, ni de alargadas manos. No mudes el color de tu pelo, ni la forma de entrecerrar los párpados cuando se acerca el beso. Deja caer tu cuello sobre la almohada con el mismo desmayo de ayer. Deja tus brazos en torno de mi cuerpo igual que una bufanda para los días de frío venideros. Si no te fuiste, no te vayas más. No te disfraces, no finjas alejarte, no te hagas el dormido. Porque no hay demasiado tiempo y habrá que darse prisa... Pondremos los recuerdos encima de la mesa, la noche aquella de agosto junto al mar, las músicas ardientes, la desolación de todos los principios, su júbilo infinito, la incertidumbre de los tactos, la torpeza, las amargas palabras, el inconsciente gozo que salta como un pájaro efímero de un hombro en otro, la torpeza recomenzada cada día, el beso refugiado en la comisura de la boca entreabierta, la conversación muda de los ojos en las viejas tabernas, el atardecer que resbala sobre las aceras, y siempre la torpeza resistiéndose a reconocer que tu eres la única dádiva posible de la vida. Encima de la mesa los recuerdos comunes como una manoseada baraja con que jugar por fin la última partida. Una partida en que nos asesoren todos los que hemos sido hasta ahora tu y yo.
Cuando llegues –si tienes que llegar- entra sin hacer ruido. Usa tu propia llave. Di buenas tardes, di buenas noches y entra. Como quien ha salido a un recado, y regresa y ve la casa como estaba, y lo aprueba, y se sienta en el sillón más cómodo con un lento suspiro. Abre cuando llegues, si quieres, la ventana a los sonidos cómplices de fuera, ya la luz, y a la favorable intemperie de la vida. El tiempo en que no te tuve dejará de existir cuando tu llegues. Todo será sencillo. Como una rosa recién cortada, se instalará el milagro entre nosotros. No habrá nada que no quepa en mis manos cuando llegues. Tornasoladas nubes coronarán el techo de la alcoba. ¿Dónde están mis heridas?, me diré.
Pero escúchame bien. Llega para quedarte cuando llegues.
Otros libros recomendados de Antonio Gala:
La pasión turca, de Editorial Planeta
La regla de tres, de Editorial Planeta
Amo. Leo y releo..
ResponderEliminarAmo a Antonio desde siempre y amo a a aquellos que lo amen.
Gracias.. me quedo con este link para saborearlo en noches de ausencias