jueves, 12 de junio de 2008

Viaje a Israel

Escrita en abril de 2006, porque sí, sin publicar.

Domingo de Pascuas en una contradictoria Tierra Santa

Odio, paz, armas y fe

Por Pablo Gorlero
(desde Tel Aviv y Jerusalén)


Israel no es un país común y corriente. El aire que se respira es distinto. De todas formas, llegar a Tel Aviv echa por tierra cualquier temor y muestra a los cordiales israelíes en la postal de una ciudad mediterránea donde el sol acaricia y el mar pinta de azul furioso sus gastadas calles pretendidamente modernas.
La vida cotidiana en un día común de Tel Aviv parece señalar que la violencia es sólo producto de un relato mediático que pareciera pertenecer a otra película. Pero el aire que se respira es distinto.
En el mercado de pulgas de Yafo –la ciudad vieja-, un muñequito mecánico con fusil y municiones se anticipa como un preludio de una pictórica engañosa. Entretanto, en el Dizengoff Centre, el mayor mall de Tel Aviv, la gente hace cola para esperar a que un guardia de seguridad les revise los bolsos y carteras, y les palpen el cuerpo. Es un “trámite” frecuente que se repite en restaurantes, bares, discotecas y tiendas varias. Parecería que esa requisa cotidiana no molesta, pero cuando este cronista apunta con su cámara de fotos, la indignación y los insultos comienzan a llover en forma de granizo. No está todo bien.
Para dos periodistas la curiosidad aguerrida e inconsciente por conocer esa tierra más a fondo se vuelve incontrolable. Tel Aviv no es el reflejo más fidedigno de ese pueblo, cercano por protagonista diario de la noticia y tan lejano geográfica y culturalmente.
Para alguien que profesa el catolicismo en forma modesta y discreta, Jerusalén remite tanto a valores histórico-religiosos como a tormentas políticas. Los judíos de distintas partes del mundo rezan en dirección a Jerusalén, convertida en capital por el rey David. Allí, como Muro de los Lamentos, quedan los únicos restos del Segundo Templo, del 517 AC, destruido por los romanos en el año 70. A su vez, los cristianos relacionan a la ciudad con los últimos años de la vida de Cristo, donde propagó su palabra y fue crucificado. Por su parte, es la tercera ciudad santa del Islam (luego de La Meca y Medina). Los musulmanes la vinculan con El Aksa, desde donde Mahoma ascendió al Séptimo Cielo.
Innumerables opciones de tours salen desde Tel Aviv hasta Jerusalén. El turismo es casi nulo, pero en el Pessaj judío y las Pascuas cristianas son unos pocos más los que se acercan al epicentro sagrado. De todos modos, la idea es caminar estas ciudades y circular por ellas como sus habitantes.
La opción es la aparentemente amenazadora ruta cotidiana: colectivo[1]-micro[2]-colectivo. La línea urbana número 4 de Tel Aviv, que lleva a la estación terminal, remite irremediablemente a algún focal de la sección Internacional de un periódico que ilustra el infierno de las bombas en los transportes urbanos. Pero todo es, en apariencia, normal y con una paz subrayada.
La terminal de micros muestra el verdadero rostro de este Israel enteramente amenazado. Así como en los shopping center, el control de acceso es exhaustivo y todos se someten complacidos. Adentro, la pintura es otra: la real. Un ámbito que baraja a niños y civiles corrientes con otros que cuelgan armas de guerra de sus torsos con la naturalidad de quien se coloca una riñonera. Entre ellos, se mezcla una multitud de hombres y mujeres uniformados también visiblemente armados. Todos muy jóvenes. Ese es el auténtico Israel cotidiano.
Unos 35 shekels (algo más de 7 dólares), andén 605. Allí esperan algunos civiles con sus característicos kipás, un religioso y un par de árabes, inconfundibles por su fisonomía y vestimenta. Entre ellos, dos civiles armados y al menos media docena de soldados. La paz que reina en ese pequeño ámbito no es natural, sino conveniente, prudente. El silencio es total y la ruta lánguida, con un paisaje árido y puebleríos desperdigados invita a un reposo forzado, evasivo e inútil. En el paisaje se advierten algunas poblaciones palestinas por estar separadas por altos paredones de cemento, colocados para evitar la tentación de los francotiradores. En pleno siglo XXI toda división provoca escalofríos.
En el asiento de adelante, un civil ubica su fusil entre las piernas y se duerme. El caño metálico no deja de observarme a los ojos. Una situación violenta, desestructurante que sólo es neutralizada por una fe y confianza natural, instintiva. Pero las caricias de Morfeo consiguen lo que podría haber sido fatal. El arma se cae en medio del pasillo del micro. Los únicos sobresaltados fuimos los también únicos turistas que desafiaban, por curioso instinto periodístico, a la caótica realidad sólo por empeñarse en conocer la historia desde sus entrañas.
Cuarenta minutos de viaje y Jerusalén sale a escena. “¿Dónde está el Muro de los Lamentos?”, pregunté a un señor de kipá que atendía una tienda de souvenirs. “Como a seis kilómetros”, informó. Un taxi es muy caro, un colectivo puede ser una experiencia ya vivida. Vamos a por él.
Paréntesis: en Tel Aviv, Shani, una adolescente de 15 años, fanática del grupo musical argentino Erreway, les confesaba a sus ídolos en una carta que: “No es fácil vivir aquí, en Israel. A veces, mi mamá no me deja ir al shopping o viajar en el bus. Hay tiempos que es muy peligroso. Y cuando vinieron en el año pasado en Pessaj, pareció que todos eran felices y olvidaron de todos los problemas del país” (sic). Era un clamor por normalidad, por una paz caprichosa que se empeña en jugar a las escondidas.
El colectivo es muy parecido a los de Buenos Aires. La línea número 1 nos dejaría “justo” en el Muro de los Lamentos. Era el comienzo de su recorrido y subimos sólo con tres mujeres religiosas jasídicas, con blusas de mangas largas, faldas extensas, pelucas y medias que no dejaban ver un solo milímetro de su carne. Durante las primeras cinco paradas, el vehículo se llenó. Un padre con sombrero circular de piel, barba profusa y vestimenta negra forrada en seda, le señalaba a su pequeño hijo, casi rapado, con dos mechones largos de cabello que caían desde sus sienes, a estos dos seres tan comunes y corrientes que resultaban extraños dentro de lo extraño. La noción del peligro volvía a aparecer. Un autobús repleto de judíos religiosos ortodoxos era un blanco ideal. A su vez, la conciencia de víctima se sacudía en igualdad de condiciones. Todos somos iguales para la intemperancia.
La adrenalina circulaba presurosa y el cerebro no cesaba de incorporar información empírica. La comprobación es un sentimiento que conmociona y es hasta convulsivo.

En Jerusalén

Ya abajo, in situ, frente a las murallas de la vieja Jerusalén, la historia vuelve a cobrar protagonismo. El cementerio del monte de los Olivos, Getsemaní y los restos del palacio de Herodes evocan, pero incrementan una sed de conocimiento que parece no tener límites. La iglesia ortodoxa rusa de María Magdalena –de cúpulas cebolla-, con la Iglesia de Todas las Naciones Getsemaní –de frisos dorados y multicolores- y el minarete de una mezquita entonan la primera estrofa de este verso multirreligioso.
El entusiasmo de transitar tantos años (siglos) de historia conmueve y revuelve algunos estadios dormidos. Y es inconfundible esa sensación de tener los ojos más abiertos que nunca. El aspecto machista de las religiones se hace notar desde la entrada misma al sector del Muro de los Lamentos. Es domingo de Pascuas, Pessaj para los judíos, por lo tanto la afluencia de ortodoxos es mucho mayor que lo habitual. Las mujeres entran por un lado y los hombres por otro. Este cronista era como una peca flúo entre la vestimenta negra típica de los judíos ortodoxos. Me sentía como aquellos caballos que se pierden en la sabana africana y, entre gacelas y cebras, son una presa curiosa y fácil para los leones.
Con mi camisa de jean y mi mochila era visiblemente sospechoso en ese universo compacto. Así fue que uno de los guardias de la entrada, un etíope judío, con un arma infinita, se hizo paso entre la multitud y avanzó hacia mí. Muy cordialmente, sin soltar su fusil, me apartó del grupo y me pidió el pasaporte, mientras me tocaba todo el cuerpo, sin amor, precisamente. Al ver el pasaporte argentino, su actitud se volvió más relajada. Revisó mi mochila y me dejó pasar. Para semejante partuza, nosotros no somos más que convidados intrascendentes y poco molestos.
Ahí la aventura deja ver su nudo. El Muro de los Lamentos parece una broma ante tantos pedidos de perdón, mientras en sus alrededores todos parecen estar preparados para una lucha. Las mujeres de lamentan de un lado, los hombres del otro. Y la ortodoxia se vuelve imposible de saborear para esta mente occidental, “estructurada” por la modernidad y la lógica natural. Otros dos hombres vestidos informalmente, de rostros más pálidos, pero con mirada ascéticamente profana llamaban la atención. Estaban asomados –casi colgados- a la valla que separaba la parte femenina del área. Al acercarme adivino lo que temía: “¡Ché, gorda, pasame la cámara de fotos! ¡Dale, dale, dale!”. Invasores y naturalmente sacrílegos, me hizo recordar la fama de mi nación en otros lugares del mundo. Cómplice, no pude más que esbozar una sonrisa.
Más arriba, por un sendero que, desde su entrada, cuelga un invisible letrero de “sospechoso”, se llega al sector musulmán. Unos imperativos en hebreo del guardia de seguridad impide a los turistas y visitantes subir. “¿Por qué?”, se preguntan. El desconocimiento del idioma inglés es la excusa perfecta para que la respuesta se ausente. Uno intuye que el hombre, de uniforme beige y ametralladora autosuficiente no quiere que uno ascienda hasta allí, simplemente, porque lo considera sitio peligroso. Una familia alemana que balbucea hebreo lo convence de que éramos nosotros los que debíamos decidir y no podía ser tan arbitrario en utilizar una ametralladora como barrera. Nos escurrimos y, antes de pasar la puerta de entrada, desde allí arriba, la visión completa del Muro y sus oradores inundó la atención. Tras la puerta: todo distinto, aparentemente. Parecía otro mundo. La conciencia se ve sacudida y el tiempo hace una gambeta en una situación y un instante sin límites que parece barajada por Henri Bergson. El Domo de la Roca, del año 637, erigido sobre lo que fue el Templo de Salomón, se impone coronando la colina con su cúpula dorada y una fachada de mármol y azulejos dorados que le otorgan una belleza inconmensurable. Frente a él, la mezquita de El-Aksa, con su “estacionamiento” de calzados en su entrada. En los jardines: familias, chicos jugando a la pelota y mucha paz. Pero en Jerusalén, aquella palabra sólo puede resistir en las plegarias y oraciones, no en las calles. A los pocos minutos de deambular por esa especie de simulacro de paraíso, dos guardias de uniforme, armas, facciones e imperativo distinto, se acercaron para pedir, gentilmente, que abandonemos el lugar. “Es el momento de la oración”, decían. Minutos antes, el grito del almuecín los convocaba a la oración. Y como coordinados en sus decires, comenzó a oírse un unívoco llamado a coro representado en sonido. Los pocos hombres que quedaban en los jardines, entraban en la mezquita. Los pocos visitantes éramos echados, pero con “gentileza”. Ni siquiera las fotos eran bienvenidas. Con gestos pedían que no tomásemos retratos de aquel mundo, diferente.
En Jerusalén todos los quarters o barrios, tienen entradas y salidas, ya que están muy delimitados, ya sea por murallas, senderos o callejuelas. La salida de ese sector conducía a un laberinto de callejuelas pobladas, en su mayoría, por tiendas y tenderos musulmanes.
La amabilidad de todos aquellos se convertía en acoso a medida que uno se adentraba en ellas. Es notoria la escasez de turistas y cualquier rostro que se asemeje extranjero es un posible comprador.
Entre la gente, a 30 metros de la entrada al sector sagrado musulmán, dos jóvenes judíos ortodoxos se abren paso sonrientes y desafiantes entre la gente, en contradicción con el mismísimo Martin Buber. Se dirigen hacia el pórtico con mirada fija hacia él, hablando entre ellos y riendo, claramente, como quien va a desafiar a su pandilla rival. Al llegar a la entrada, las personas de seguridad no les permitieron el acceso. Ellos se miraron, echaron a reír, insistieron sin mucho interés y sin éxito. Se quedaron deambulando por el lugar, vigilados por las innumerables cámaras instaladas en cada esquina y cada rincón.
Entre las tiendas, el calidoscopio de cultos y razas es sorprendente. Una primera visión atrapa a un dúo de monjas griegas que se mezclan con judíos jasídicos, musulmanes de atabio típico, monjes chipriotas, sacerdotes armenios, dos turistas gay finlandeses y dos matrimonios italianos comprando souvenirs cristianos. El abanico es tan variopinto que en cada rincón parece asomar un ascético Cioran gritando silogismos acusadores contra los dogmatismos de los hombres, utilizados para justificar existencia y actos. Todo en vano. Eso lo proclama un padre de familia de unos 35 años, de kipá y tzitzit que asoman por debajo de su chaleco, que carga sobre sus espaldas un fusil mientras empuja el carrito de su bebé. “Cuando no pasa nada, todos convivimos en armonía. No nos molestamos, casi nos ignoramos. Pero nunca vamos a tener paz”, afirma Fauzi, un palestino nacido en Jerusalén que lo observa con mirada gélida.
A través de ese celuloide de tiendas con narguiles, jalabiyas, lámparas de Aladino, manos sagradas de Mahoma, tabaco oriental, mocasines y remeras con el rostro de Jasser Arafat, uno se deja perder hasta llegar, casi milagrosamente, otra vez, al quarter judío. Allí, todo es pulcritud, está bien iluminado, señalizado y conservado. Otro mundo. Los restos de la calle Cardo Maximus, la principal vía pública de la ciudad romana-bizantina, revelan generosamente las dimensiones de un pasado en blanco y arena. Allí mismo, entre sinagogas, yeshivot, oficinas y tiendas de souvenirs: el dorado Menorah sagrado, donde los padres explican minuciosamente a sus hijos la esencia de sus sagradas escrituras y los detalles de su historia milenaria. Es conmovedor contemplar cómo los pequeñitos no demuestran el menor signo de aburrimiento ante cada relato. Casi todos los edificios fueron levantados tras la última destrucción, entre 1948-1967, a manos de los jordanos. Los patios enlosados, los jardines bien cuidados y la pulcritud de sus paredes hacen del quarter judío el sector más cuidado. Sin embargo aquí la mezcla es mucho menos notoria. Sobre todo por la ausencia casi absoluta de musulmanes. La sola lectura de los letreros indicativos de cada lugar histórico, ofrece una explicación sobre un odio que proviene desde las entrañas de la historia.

Entre griegos y armenios

En una de las plazas adoquinadas, abofeteada por un sol furioso, el rumbo queda perdido entre tanta imagen y suceso vivido. Aún faltaba vivir el barrio cristiano para obtener un sabor más general de esta sibarítica babel. De la nada surge Michele, un personaje vestido en un sport-pulcro, que ofrece cambiar dinero. Ante la negativa, se juega otra carta y brinda orientación. El muchacho de no más de 30 años, tenía el hilo de Ariadna que conducía adonde uno quisiese. Así fue como se empeñó en demostrar que el laberinto de Minos era insignificante al lado de las callejuelas de la Tierra Santa. El trayecto parecía una competencia sobre cuántas esquinas se podría virar por minuto. Mareados, nos encontramos un instante frente a su casa, de cuya ventana se asomaron su hermano y su madre, haciendo alarde de su perfecto manejo del italiano. Fue inútil decirle que entendíamos más el inglés, se adueñó de la lengua del Dante y nos invitó a tomar café a su casita de piedra. Provenientes de un inseguro país latinoamericano, no estábamos acostumbrados a aceptar el ingreso a una vivienda desconocida con gente desconocida que habla un idioma desconocido.
A Michele no le importó. Intentó recomendar algunas tiendas “que hacen buenos descuentos”, nos hizo ver un mercado de frutas y, ante un reclamo vestido de hartazgo, como por arte de magia, nos hizo aparecer en la puerta que conduce a la iglesia del Santo Sepulcro. El mundo musulmán que habíamos vuelto a atravesar se evaporaba tras esa puerta que daba un bosquejo acabado de a lo que habríamos de acostumbrarnos por unas cuantas horas. Michele reclamó sus billetes (porque no acepta monedas) y partió sin decir adiós. Acostumbrado a tanto euro y tanto dólar, no comprendió que la tierra de Maradona no es tan fructífera como los países del Hemisferio Norte.
Habíamos llegado al Christian Quarter. Si no hubiera sido por las iglesias, no nos hubiéramos dado cuenta. Estaba repleto de sacerdotes griegos y chipriotas, cuyos atavíos –como es de imaginar- no son nada familiares. Tocados cuadrangulares, largas barbas y cabelleras atadas “con colita”. Asimismo, las mujeres religiosas parecieran esconder enormes peinetones debajo de sus tocados. Pero sí, hay que dejarse subyugar ante el cosquilleo al tomar conocimiento de que se transita por la “vía dolorosa”, aquella senda por la cual Jesucristo acarreó su propia cruz hasta el lugar de su muerte. Pero esa poco atractiva iglesia de piedra amarilla guarda los lugares más sagrados del cristianismo. La tradición indica que la emperatriz Elena, madre de Constantino, en el año 325, soñó el preciso lugar donde se encontraba la tumba de Jesús. Allí mismo, el soberano heleno ordenó construir tres edificios diferentes donde alguna vez estuvieron los jardines de José de Arimatea: una iglesia circular sobre la sepultura vacía de Cristo, la basílica del Martirio y el santuario del Gólgota, donde fue crucificado. Ante los primeros pasos está la piedra bautismal embebida en agua bendita y coronada por faroles barrocos sobre la cual la mayoría se inclina y coloca sus frentes para orar, mientras otros apoyan cruces, souvenirs y hasta billeteras para que el líquido sagrado les bendiga los bienes. Es el lugar donde estuvo apoyado el cuerpo de Jesús cuando fue bajado muerto de la cruz. Todo está indicado por un gran mosaico sobre la pared frontal. La sola visión es como una caricia que eleva el mentón hacia arriba, a la derecha. Allí, en ese montículo al que se accede por una escalera angostísima, está el Gólgota, el sitio donde estaba erigida la cruz de Cristo y el lugar en donde sufrió su calvario. Abajo nuevamente, a unos 20 metros en un sector circular, la capilla del Santo Sepulcro. Allí toda ilusión posible es combatida rabiosamente por la acción de los hombres que la rodean. El instante era el perfecto: las 6 de la tarde, cuando se reproducía el momento en que se descubrió que el cuerpo de Cristo ya no estaba en su tumba porque habría resucitado. En la entrada del santuario, como aquellos legionarios romanos, unos cinco sacerdotes ortodoxos griegos lo custodian. Ese es el verbo exacto porque no dejan siquiera aproximarse a nadie. Sobre el lateral izquierdo se amontonan unas cincuenta personas. Un poco más atrás, como alejados de la acción, cuatro monjes franciscanos dialogan entre ellos, ajenos.
Uno de los sacerdotes griegos grita unas palabras en lenguaje helénico. Gracias a la amable traducción de una turista italiana, nos enteramos de que arengaba a la multitud a gritar: “El cuerpo del Señor ha desaparecido”. Todos lo hacían con un júbilo indisimulable que pone la piel de gallina hasta al más agnóstico. De inmediato, comienza una miniprocesión, realizada por unos cuantos sacerdotes. Apenas ésta culminó, adivinamos que se daría acceso al sagrado lugar. Los religiosos decidían arbitrariamente cómo se entraría, seleccionando de a cuatro a aquellos amontonados al costado. La posibilidad de hacer una fila parecía imposible en ese contexto de fieles pujantes –en el sentido literal de la palabra- y de sacerdotes cuyos modales no son lo que se dice corteses. Una mujer griega, con su cabeza cubierta por un pañuelo celeste, se adelantó antes del permiso y el religioso de aparente mayor rango la tomó de los hombros y la aventó hacia el otro costado. Entretanto, otra feligresa griega, de vestido larguísimo y mantilla oscura que le cubría la cabeza y los hombros, se abría paso ante el scrum cristiano y se colaba a fuerza de codazos. Al mismo tiempo, dos colaboradores de los custodios griegos, hacían una suerte de cordón que, para lo único que servía era para apretujar más y más a la gente, con mayoría de ancianos. Esta contradicción era otra muestra perfecta del estado de una civilización futil que en su estado de mayor fanatismo muestra su aspecto más sucio e ingrato y, a la vez, el más sincero: aquel que demuestra que a veces el culto es sólo una justificación de sus actos.
Finalmente, luego de un poco más de una hora, la compresora humana culmina y llega el momento. Es increíble, pero uno tiene que hacer el esfuerzo para combatir el enojo y prepararse a vivir un momento intenso. Todo en cuestión de segundos. Mientras uno de los sacerdotes selecciona, otro echa a los gritos a un japonés que, sin darse cuenta, pretendía fotografiar la capilla desde su interior. Pero el tercero componía un rol más amable. Me ofreció su mano para que la bese, como la mayoría, sin saber que nunca besaría una mano peluda si no tomamos un café con antelación. Hice dos pasos en la antesala al Santo Sepulcro. Pequeñísima, como para tres personas no muy voluminosas. Allí ya estaba entregado. No le besé la mano pero dejé que me la tome y se la apreté. Uno es humano, sensible y fue a colegio de curas. Se entra al sepulcro de a dos. Mi acompañante era una mujer griega de unos cincuentaipico que no paraba de besar al cura y decirle cosas incomprensibles para mí. Apenas nos dieron permiso para acceder al santo lugar, se avalanzó sobre el Sepulcro y lloró a los gritos. Me dejó un rinconcito. Si hubiese sido más gorda se lo agarraba todo. Apreté “delete” en mi cerebro inmediatamente y me dejé acariciar por la sensación. Es increíble. Ningún Machu Pichu, ni pirámide azteca, ni hongo alguno puede lograr eso. La frente sobre la loza donde, supuestamente, estuvo el cuerpo de Cristo hasta que resucitó fue suficiente para que una catarata de emoción suba por mi estómago, me invada el pecho y me cubra los hombros. Lloré de sinceridad. Mi vulnerabilidad había sido puesta a prueba y sufría una estocada preciosa allí, en esa tierra tan santa que todos se la disputan.
Luego de esa experiencia: el silencio. El procesador biológico recibía nuevos datos para los cuales no tenía un programa óptimo. Tardó en incorporarlos, pero quedaron asentados para siempre, efectivos. Cada lugar remitía a algún episodio bíblico escuchado de muy chico y, por lo visto, inmovilizado pero en estado latente. La celda de Cristo, el sitio donde María lo lloró por última vez y cada sector de la Vía Dolorosa, por donde supuestamente cargó su cruz.
Eran las 19.30. Afuera ya estaría oscureciendo. Había que comprar recuerdos para los amigos y la familia. ¿Cuándo el destino podría volver a llevarlo a uno a esas tierras? Por supuesto, las tiendas del barrio cristiano también estaban atendidas por palestinos. Alguna que otra, por griegos o armenios. Hartos del acoso, recalamos en una de éstas. Souvenirs varios como “auténtica” tierra del lugar, cruces y rosarios hechos con madera del Monte de los Olivos, esencias benditas y muchas chucherías más fueron a parar a mis bolsillos. La mística se había occidentalizado de pronto en su forma más grotesca. Todos esos objetos fueron puestos, como antes lo había criticado, sobre la pila donde fue depositado el cuerpo divino. En ese mismo sitio, un sacerdote de hábito occidental se acercó imperativo y obligó a todos los que allí estábamos a que nos retirásemos. Como argentino retobado me negué y el religioso me tomó de las mangas de la camisa y me obligó a hacerme a un lado, en otra muestra de tolerancia religiosa. De pronto, comenzó a acercarse una procesión de una veintena de personas. Ese era el motivo. Había que hacerse a un lado para no ser aplastado como el Rey León frente a la manada de ñus. Los religiosos que presidían la peregrinación eran armenios. Aunque parezca parte de una broma grotesca, la custodia del Santo Sepulcro también está disputada por dos grupos: la Iglesia Ortodoxa Griega y la Iglesia Católica Armenia. Para no empezar a los tiros (porque se supone que en estas tierras los católicos no empuñan armas... sólo las proveen), se turnan en los horarios de oración y amparo. Sí, como en los palacios reales o en las casas de gobierno, en el Santo Sepulcro hay una suerte de “cambio de guardia”, pero de sacerdotes. Ellos viven en aparente calma, pero no se mezclan demasiado.
Un rumor sobre un probable enfrentamiento palestino-israelí en la ciudad vieja hizo que los sacerdotes cerraran las puertas de acceso a la Iglesia del Santo Sepulcro durante el Jueves Santo. Ese motivo llenaba de apuro a muchos visitantes. Nada en aquel lugar era seguro y el alerta podría volver a repetirse en cualquier momento. Es decir, al llegar a la histórica Jerusalén, no hay garantías de poder acceder a todos los sitios.
Había sido una tarde intensa. El mercado de frutas nos llevó directamente a la Puerta de Damasco, una de las entradas-salidas a la amurallada ciudad.
Afuera era de noche. Los vendedores intentaban vender lo último que quedaba. Pero los nagriles, las mezuzá, los talit y los menorah se mezclaban con juguetes importados de China, algunos electrónicos menores y ropa de baja calidad. El calidoscopio ofrecía su último dibujo refractando monjas, judíos askenazis, hábitos jasídicos, griegas ortodoxas y musulmanes de todo tipo. Era tarde. Había que tomar un taxi para llegar pronto a la terminal. En Israel también hay que regatear los taxis. A la pregunta de “¿Cuánto cuesta ir hasta la estación de autobuses?”, la respuesta fue: “Está cerrada”. Caos. El palestino era extremadamente amable, bajó de su automóvil y nos condujo a una van estacionada que, si reunía los pasajeros suficientes, nos llevaría a Tel Aviv. Una hora de espera adentro del vehículo fue suficiente como para agotar la visión de tan variopinto paisaje humano. No se llenó, pero había personas suficientes como para partir. En lugar de pagar 22 shekels, tendríamos que pagar 25. Todo el resto del pasaje y su chofer eran palestinos. Estábamos en una situación inversa a la de llegada. Estar anegado en un grupo cerrado, sea del bando que fuere, no era precisamente una garantía de seguridad sino de vulnerabilidad. La van iba a alta velocidad y eso traía a la mente escenas de películas de todo tipo. En la ruta: kibutz, asentamientos palestinos, villorrios y puestos de control israelíes. Ocurrió lo previsible. Allí tuvo que parar el vehículo cargado de musulmanes y dos intrusos. Hubo que bajar y someterse a una revisación que no constaba de ecografía, seguramente porque no había enchufes. De inmediato, al constatar que éramos extranjeros y, luego de revisar muy bien el vehículo, nos hicieron subir. La sensación de ser sospechoso sin serlo y culpable de nada es agobiante. Los demás, en cambio, estaban relajados. Ya no quedaban muchas ganas para preguntas. Era obvio que estaban acostumbrados. De eso se trata vivir en Israel en estos momentos: de habituarse a la guerra, de prepararse para el ataque y de, cada vez más, perder las ganas de llorar. Sólo por hábito. Debido a un acostumbramiento dictado por un destino sádico y un momento histórico que aspira a perdurar durante décadas. Para mí, un simple cronista vulnerado: una jornada que queda grabada con fuego. A mi retorno a Buenos Aires, un artículo de Manuela Marín, filóloga experta en arabismo, en el diario El País (España) me restregó el corolario en las narices: “Nunca se podrá discutir sobre cuestiones de fe”.


[1] (Argentinismo) Autobús urbano de corta distancia.
[2] (Argentinismo) Autobús de larga distancia.

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